El país de los feminicidios – Análisis

Había una vez, un país en donde asesinaban a diario a once mujeres; las personas decían que había sido por su culpa: algunas eran infieles; otras, promiscuas; las más andaban solas quién sabe dónde.

La explicación tranquilizaba a las buenas conciencias, mientras no fuera alguien querido. Y, aun en esos casos, preferían guardar silencio antes de mirarse en el espejo y ver reflejada, tal vez, la imagen de un agresor; pero, con seguridad, verían el reflejo de un cómplice que con su silencio y su indiferencia pavimentaron el camino de la sumisión y del abuso.

A nadie se le ocurría pensar que la causa de los feminicidios se encontraba en las raíces profundas del desprecio por las mujeres; que la espiral de la violencia de género había de atacarse por todos los frentes posibles; que el machismo se manifestaba en encubrimiento y que la revictimización tenía más cabezas que una hidra.

¡Ah, pero que nadie dude! En el discurso oficial se entronizaba a las “madrecitas santas”; los hombres ocultaban su misoginia bajo el disfraz de “aliados” —al tiempo que intercambian pornografía por las redes sociales; opinaban como si supieran; emitían juicios sumarios, pues “ellos también tienen derechos” y “a ellos también los matan, más que a las mujeres”; defendían paredes, mobiliario y monumentos por encima de la dignidad de una menor abusada y… ¡hasta exigían a las víctimas que se comportaran de acuerdo con sus criterios e intereses!

Ojalá ese país fuera una ficción. No lo es. Ese país es el mío, el de mis amigas, el de mis familiares, el de mis colegas: en el que tenemos que estudiar, trabajar y sobrevivir a los vaivenes históricos —incluida la pandemia y las desventajas económicas, educativas y sociales que crearán y que nos afectarán más a nosotras.

A veces, nos compadecemos de las mujeres iraníes porque no pueden manejar y, contrario a lo esperado, han perdido derechos y libertades; otras más, nos horrorizamos por la mutilación genital femenina, practicada en Sudán; o por el uso del burka. Pero, a diferencia de las mujeres mexicanas, con menos derechos, con restricciones en el atuendo, con limitaciones físicas, todas ellas siguen vivas.

Hoy, es necesario escribirlo con rotundidad: el peor país para ser mujer es México. Y lo es, sin duda, por los feminicidios, por la violencia estructural. Pero, sobre todo, por la simulación política: un violador puede ser candidato por el partido oficial; se pueden recortar impunemente los presupuestos de los albergues y las guarderías; la capacitación está al final de las prioridades de los funcionarios y todos pontifican sobre nuestro cuerpo, nuestra moral y nuestros derechos, como si supieran y les importara. Y ni lo uno ni lo otro.

Todo ello, frente al silencio cómplice que se refleja en el espejo de todas nuestras casas, como en el cuento con el que empecé esta columna.

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