Viejo lunático

Coquetear con la posibilidad de acabar con la humanidad me parece moralmente inaceptable, políticamente irresponsable y racionalmente insostenible. Por desgracia, este fin de semana, dos de los hombres cuyas decisiones alcanzan ese escenario, decidieron insultarse como en los días del liceo.

El jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos decidió llamar  “gordo y chaparro” al líder supremo de Corea del Norte después de que éste se refiriera a él como un “viejo lunático”. No cabe duda de que vimos uno de los episodios más infantiles y de menor envergadura intelectual de la política exterior de los últimos siglos. Escenas como ésta son las que han puesto en duda la salud mental del presidente de Estados Unidos.

Dos niñetes se ofendieron apelando a los argumentos con menor valor epistémico posible: descalificar características personales. Podríamos preocuparnos por la desgastante situación familiar que sin duda alguna viven; también, por sus ciudadanos que, con seguridad, tienen que sobrellevar sus exabruptos de poder. Pero, todavía peor, la riña de estos poderosos políticos hace un flaco favor a la región y a la estabilidad mundial.

La primera vez que se puso en riesgo el futuro de la civilización fue durante la guerra fría que, por absurda que fuera, hundía sus raíces belicistas en un profundo conflicto ideológico; los intereses económicos y políticos estaban en segundo término. Henry Kissinger lo explicó con maestría:
“Los imperios no tienen interés en operar dentro de un sistema internacional; aspiran a ser el sistema internacional”.

En nuestros días, no tenemos ni el rastro ni el consuelo de alguna razón que dé sentido a la querella entre Trump y Kim Jong-un y que ha puesto en vilo a la seguridad mundial; en cambio, vimos un infantil intercambio de insultos, tweets y armas nucleares. La combinación es francamente peligrosa. Cuando Donald Trump inició su periodo al frente de la Casa Blanca pensé que modularía el modo en que hace política; que la responsabilidad de saberse uno de los hombres más poderosos del mundo saciaría su narcisista necesidad de reconocimiento y que, una vez instalado en la Oficina Oval, daría mayor importancia a su nación que a su ego. Me equivoqué.

Mirar con atención estos meses de su gestión me ha hecho sentir, la mayor parte del tiempo, como la espectadora de una intervención de cerebro en la que el cirujano está borracho, no conoce el procedimiento, manosea a las enfermeras mientras twittea insultos a los otros médicos, sin que se preocupe mínimamente por la salud del paciente que se le ha confiado.

Más allá de diferencias políticas, enfoques de gobierno o posturas económicas, pienso que la presidencia de Donald Trump es un gravísimo error que amenaza con acabar con la historia. No creo que convenga a nadie su permanencia al frente de la Casa Blanca.

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