Niñez sin infancia y sin derechos

En México hay 40 millones de niñas, niños y adolescentes, de los cuales, 21.4 millones viven en pobreza, de acuerdo con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) y con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval).

A veces las cifras se leen de prisa. Por eso hay que repetir ésta, tan grave y tan reveladora de nuestro descuido: 21.4 millones. Un poco más de la mitad de las personas que viven en pobreza, alrededor de 40 millones, son menores de 17 años.

En el estudio Pobreza y derechos sociales de niñas, niños y adolescentes, publicado en 2016 y realizado en 2014, estos más de 21 millones de menores de 17 años carecen de las condiciones mínimas para garantizar el ejercicio de uno o más de sus derechos sociales, entre ellos, alimentación, educación, acceso a los servicios de salud, seguridad social, vivienda de calidad y servicios básicos.

De ellos, 4.6 millones viven en pobreza extrema, es decir, carecen de tres o más de estos derechos sociales.

Se ha avanzado, desde luego, pero evidentemente tenemos una enorme deuda con nuestra niñez y adolescencia.

De las niñas y los niños menores de un año, 27.5 por ciento no tiene acceso a los servicios de salud y 28.2 por ciento padece inseguridad alimentaria.

En la población indígena, la proporción de pobreza en menores de 17 años es aún más alta: casi 8 de cada 10 niñas y niños indígenas son pobres.

El informe Cómo va la vida, elaborado por la OCDE, señala que en México la mortalidad infantil es de 13.3 por ciento, la más elevada en los 35 países que la integran, en tanto que el índice de suicidios es de 7 por cada 100 mil habitantes.

En los territorios de esta selecta organización de países, cuya mayoría goza de buena calidad de vida, los niños y adolescentes pobres padecen altos índices de marginación, baja escolaridad y tendencia al suicidio.

La pobreza, en consecuencia, no es la única alerta: existen también focos rojos en materia de atención a la niñez que van de la exclusión al suicidio, a lo que en México se agregan otras alarmas, como la alta posibilidad de sean víctimas de la delincuencia e incluso que ésta los reclute.

La Red por los Derechos de la Infancia en México afirma que 2 mil menores han muerto como resultado de la lucha contra el crimen organizado, que tiene su vertiente más mortífera en la feroz batalla que libran entre sí múltiples grupos delincuenciales, sobre todo en Tamaulipas, Guerrero, Sinaloa, Morelos y Veracruz.

Por su parte, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos documenta en Violencia, niñez y crimen organizado, reporte elaborado por su Relatoría especial de la niñez, que niños de 10 y 11 años, e incluso a edades más tempranas, son incorporados y puestos al servicio de organizaciones criminales.

El mismo documento recoge datos de organizaciones de la sociedad civil, que estiman que al menos 30 mil menores de 18 años forman parte de las filas del crimen organizado.

Los más pequeños hacen las veces de vigilantes, los más grandes son obligados a transportar droga, y a partir de los 16 años son utilizados como sicarios.

En ese escenario, que nos echa en cara nuestra indiferencia o nuestra incapacidad, caben también las niñas, los niños y los adolescentes víctimas de trata y los migrantes centroamericanos menores de edad, que son secuestrados y reclutados en nuestros caminos.

Es cierto que la mitad de nuestra niñez y adolescencia vive en aceptables condiciones de bienestar y seguridad social, pero el mismo dato revela que la otra mitad, los otros 20 millones, requiere de nuestro empeño para rescatarlos de la pobreza y de otras condiciones adversas asociadas.

Algunos saldrán avante a pesar de las dificultades, pero otros permanecerán atrapados en el círculo intergeneracional de pobreza, en tanto que unos más podrán incluso perder su libertad y vivir esclavizados o inducidos al delito.

Tenemos que romper el círculo que perpetúa la pobreza. Es indispensable poner nuestro mayor empeño en que niñas, niños y adolescentes tengan vías reales de desarrollo a través de la educación, la salud y la adecuada alimentación.

Ellas y ellos deben contar con oportunidades para romper la dinámica inercial que hace que a una generación de personas en pobreza le siga otra, como si nacer en el seno de una familia de escasos recursos implicara el fatal destino de la vida precaria, la exclusión y la marginación, sin más derecho que el de heredar a la siguiente generación iguales condiciones.

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