Ejército: un servicio de alto riesgo

Se han cumplido poco más de once años de la intervención del Ejército en la lucha contra el narcotráfico y ahora, más ampliamente, en contra del crimen organizado.

En ese tiempo los soldados de México han recibido reconocimiento en general, así como reproches y reclamos en casos específicos. Puede entenderse esta proporcional combinación de  agradecimientos y acusaciones en una sociedad plural, a la que nadie puede dictarle sus opiniones. Más difícil de entender son las andanadas de imputaciones que periódicamente surgen, no ya para cuestionar sino para agredir a las Fuerzas Armadas sin siquiera exponer el sustento de sus afirmaciones.

Es exigible, desde luego, que los militares lleven a cabo sus acciones con apego al marco legal y con respeto a los derechos humanos y que, de ser el caso, los elementos que incurran en conductas irregulares sean sancionados.

Esta exigencia es cuestión de postulados constitucionales y principios del derecho internacional, por lo que no está a discusión.

Demandar o estar atentos a esta conducta no implica regatear, y menos desconocer, la aportación del Ejército en muchos y diversos ámbitos de la vida nacional, como el propio combate a la delincuencia organizada y la irremplazable ayuda que brinda a la población en caso de desastres naturales o de emergencia por diversos motivos, lo mismo en las grandes ciudades que en los rincones más apartados del país.

Hoy, es inimaginable la realidad que enfrentarían millones de mexicanos en los estados más acosados por la violencia extrema e irracional, que imponen los cárteles de la droga, cuyos empeños delincuenciales se han extendido y diversificado.

Los integrantes de las grandes bandas matan para proteger sus actividades, para arrebatar o conservar rutas o mercados, para abultar sus ganancias, para amedrentar o vengar, para extorsionar o secuestrar, para aumentar sus víctimas de trata y tráfico de personas. Al parecer no bastan la agresión o la muerte. Los cárteles han aumentado su violencia y brutalidad: cuelgan, decapitan, descuartizan, desuellan, disuelven en químicos, reducen a cenizas, desaparecen a personas o arrojan cadáveres y restos a lugares públicos. Se trata de exhibir la crueldad, la que pueden ejercer respaldados por arsenales que les dan una enorme capacidad de fuego, nunca antes registrada en los anales del crimen en México.

Es a esta fuerza destructiva, que asuela a gran parte del territorio nacional, a la que hacen frente los oficiales y soldados del Ejército y la Marina.

No es un juego y tampoco una batalla ventajosa. Los soldados, que son enviados a las regiones más conflictivas, que patrullan calles, carreteras, rancherías y parajes solitarios, hijos de alguien, hermanos de alguien, esposos y padres, viven todos los días condiciones de alto y latente riesgo. Su protección es sólo su preparación, su arma asignada y su ánimo de servicio, puesto siempre a prueba, todos los días, sin importar circunstancias externas o situaciones personales. Y en contra de la sorpresa de la ventaja que tienen los criminales en la emboscada que preparan.

El sicario es un homicida por definición, de manera que su alevosía, su crueldad, su carencia del sentido del honor, se dan por descontadas. Al soldado, en cambio, se le exige cumplir protocolos y normas. Así debe ser. Es un agente del Estado, un servidor público sujeto a principios y conductas constitucionales.

Lo menos que podemos hacer por los miembros del Ejército, la Marina y la Policía Federal, así como por aquellos que honestamente cumplen su trabajo desde corporaciones estatales y municipales, es reconocerles su valor ante los riesgos que enfrentan, así como agradecerles su esfuerzo y la protección que nos brindan, incluso a costa de su integridad física y de su vida.

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