70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

Durante las últimas semanas, hemos asistido a los festejos de los 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y aunque –en términos generales– el balance es preocupante, no puedo dejar de notar los aspectos positivos que la Declaración nos ha dejado.

Primero, la Declaración Universal es el documento civilizatorio por antonomasia que presenta las pautas de conducta –individuales y sociales– en las que las libertades pueden florecer. Sin ella, no imagino que muchas de las demandas de los grupos en situación de vulnerabilidad hubieran sido atendid as.

Segundo, el lenguaje de los Derechos Humanos que no es más que poder hablar consistentemente y con mayor precisión de los derechos; entender los significados, los alcances, así como los compromisos jurídicos que conllevan. Esto ha significado una revolución en el mundo del derecho pues las fronteras de los derechos humanos son más amplias que el conjunto de normas nacionales y reclaman un trabajo multidisciplinario.

Tercero, las estrategias de denuncia, protección y litigio estratégico alrededor de los derechos humanos que han permitido acompañar a las violaciones graves y que, al mismo tiempo, se han vuelto el plano cartesiano de comprensión de la justicia en muchas sociedades.

Entre las más populares se encuentra el “naming and shaming” –nombrar y avergonzar– como vía para hacer cumplir las normas y leyes internacionales de derechos humanos. Si hoy podemos mirar con horror la mutilación genital, entender que violencia en contra de las mujeres es estructural o que el tipo del feminicidio es completamente distinto a un homicidio en sentido tradicional es, en buena medida, por la labor de nombrar estas situaciones por parte de activistas y académicas; pensemos, por ejemplo, en el impacto de Ayaan Hirsi Ali, Malala Yousafzai o Marcela Lagarde, en México.

La euforia de la celebración no me ensordece frente a las violaciones graves que ocurren día a día; tampoco soy ciega frente a los ataque cotidianos de los grupos antiderechos –que se han apropiado de la fuerza retórica y conceptual del movimiento de derechos humanos para simular violaciones a los privilegios que todavía ostentan. Soy consciente, también, de que estamos todavía muy lejos de los mínimos aceptables en el ejercicio de los derechos humanos. Y esto no merma mi optimismo; al contrario, todos ellos se convierten en la hoja de ruta sobre la que tendremos que trabajar los próximos 30 años.

La Declaración Universal no es el “abracadabra” que soluciona los conflictos armados; tampoco es una carta que se envía a Santa Claus para esperar sus regalos, la mañana de Navidad. No, no es eso.

En mi opinión, es más bien el faro que nos ayudará a dejar atrás las viejas y las nuevas tormentas; hoy enfrentamos a los gobiernos tiránicos con el arsenal argumentativo de los derechos humanos y esa capacidad de respuesta ha contenido los vórtices más peligrosos de la espiral hacia el autoritarismo contemporáneo.

Por todo eso, creo que tenemos mucho que celebrar y trabajar.

24 HORAS

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