La ética de la inmigración

Jospeh H. Carens, profesor en la Universidad de Toronto, comenzó a interesarse en la reflexión ética sobre la inmigración en 1980, tras ser invitado al seminario de Nan Keohane —la extraordinaria filósofa política, pionera en la teoría y la práctica de la inclusión—, en Wellesley College.

Este grupo de académicos, en reuniones internacionales, ha discutido durante años cuál es la posición moralmente aceptable frente al fenómeno migratorio. Saben que la migración ha ocurrido siempre, que no es una patología de nuestros tiempos. Más bien, se trata de una traslación que obedece a cuestiones políticas, económicas o de seguridad; en ninguno de esos escenarios, los migrantes fueron los responsables de dichas circunstancias. En todo caso, forman parte de los efectos secundarios no deseados, aunque previsibles.

Así, en 2103, Carens publicó el influyente texto The Ethics of Immigration, bajo el sello de Oxford University Press. Me gustaría recuperar algunas de las ideas de la segunda sección pues son pertinentes para la discusión sobre aranceles por migrantes.

Carens parte de la premisa kantiana que afirma que todos los seres humanos tenemos el mismo valor; eso es lo que significa dignidad y, por ende, es un atributo exclusivo de las personas. Por ello, toda justificación moral requiere tener en cuenta los intereses de todos de una manera justa; así, es posible sostener que existe un derecho humano a la libertad de migración interestatal.

Hay tres argumentos morales para justificar la migración: primero, el ejercicio de la autonomía; segundo, la igualdad de oportunidades y, tercero, la igualdad económica, social y política sustantiva.

Con esos criterios, los migrantes que llegan a Estados Unidos tienen todos los argumentos morales para pedir condiciones de asilo a su llegada. Detenerlos en campos de concentración, en jaulas, es claramente una violación de Derechos Humanos. El trato diferenciado por raza, identidad sexual, edad y la ausencia de servicios de salud es una clara muestra del rechazo por el valor incondicionado de cada uno; del desprecio por su dignidad.

La tensión creada desde la Casa Blanca no fue una negociación. Fue una amenaza en la que se intercambiaron monedas por destinos: aranceles por migrantes. Por donde se mire, el escenario era desesperado para nuestro país. El acuerdo logrado es un mal presagio y, en lugar de celebrar, tendríamos que prepararnos para el siguiente embate. La Cancillería hizo, sin duda, lo mejor que pudo en el baño de lodo al que convocó Trump. Pero no nos engañemos: fue una emboscada no una negociación.

Solamente hay algo que jamás haría: extender la mano a quien a punta de amenazas nos arrastró al fango del desprecio por los migrantes; a quien por nativista ha insultado a nuestros conciudadanos. No ofrecería mi amistad a un violador de derechos humanos.

La dignidad que había que defender era la de los migrantes… y esa fue la que se sacrificó.

Cortesía de LA RAZÓN

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