Entre el dolor y la esperanza

Me duele mi país. Nos duele, supongo. A todas, a todos por la violencia desatada desde hace más de 12 años. Duelen los 250 mil asesinados en 13 años. Los 61 mil desaparecidos, que representan un infinito e inimaginable penar e incertidumbre para familias y comunidades.

Duelen los 350 mil desplazados, principalmente pobladores indígenas, que han tenido que dejar sus lugares de origen y residencia por violencia del crimen organizado, por conflictos políticos, sociales o territoriales; por amenazas, por agresiones o ataques a sus casas, cultivos o negocios, así como por otras causas igualmente inadmisibles.

Duelen las 5 mil personas halladas en más de tres mil fosas clandestinas. Duelen miles de secuestros, sin contabilización, la impunidad, superior a 90% en todos los delitos. Duele esta dinámica atroz de un asesinado cada 15 minutos. Y que al menos cinco entidades hayan sufrido más de 100 mil homicidios desde 2007.

No es normal y nunca debería parecerlo. Pero nos habituamos, tal vez como protección, como forma de evitar el ardor de la herida. Tenemos años en que el promedio diario de víctimas de homicidio supera a 80, y ha llegado a 95, de las que al menos 10 son mujeres.

Cada día tres niñas, niños y adolescentes son privados de la vida y cuatro, también cada día, desaparecen. Al menos 30 mil menores de edad, como calculó la CNDH en noviembre de 2019 en su Informe sobre niñas, niños y adolescentes víctimas del crimen organizado en México, han sido reclutados por cárteles y bandas, y muchos de ellos trabajan para sus captores como vigilantes, cuidadores de casas de seguridad, trasladadores de droga o sicarios.

Duele también la pérdida de la vida de alrededor de 800 militares de tierra, aire y mar en 13 años y la de miles de policías federales, estatales y municipales (953 sólo en 2018, 2019 y lo que va de 2020, según Causa en Común).

Duele la narrativa cotidiana que desde los medios, las redes y las voces familiares nos relata la tragedia de nuestro país, que con tanta urgencia necesita recuperar la paz. Y duele darnos cuenta de que, a fuerza de tanta violencia e impunidad acumuladas desde hace décadas, pero entronizadas desde hace 13 años, cada vez con mayor frecuencia haya quienes resuelven sus diferendos de pareja o sus conflictos familiares o entre vecinos, e incluso disputas por incidentes de tránsito, con insólita violencia y con graves consecuencias.

Tenemos que poner un alto. Hacernos cargo, ya, de parar esta barbarie, que nos conduce a una relación social fracturada. Nuestras fortalezas son muchas como individuos y como familias, y más aún como sociedad y como Estado. Aunque el desafío es enorme, podemos enfrentarlo con éxito si lo hacemos juntos, si nos negamos a aceptar una normalidad que no lo es y si nos comprometemos a recuperar lo que nos corresponde en el espacio público para restablecer la paz. Se trata de una responsabilidad generacional sin excusa posible.

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