Venezuela: la imposibilidad democrática

El domingo pasado, los venezolanos tuvieron elecciones intermedias en uno de los momentos más difíciles de su historia. Por una parte, los comicios son herederos de las terribles secuelas que ha dejado el chavismo; sumado a esto, no se pueden obviar los desvaríos del régimen de Nicolás Maduro; finalmente, los estragos mundiales causados por la pandemia, que se reflejan en la economía, en la educación, en los índices de violencia, entre otros.

Buena parte de la oposición, por su parte, decidió no presentarse a las elecciones pues “no había garantías mínimas de democracia”. Y tuvieron razón, pero al hacerlo regalaron una victoria fácil a los secuaces de Maduro.

La perversidad política, creada por las dinámicas del gobierno, planteó un dilema insalvable: participar en las elecciones –en tales condiciones– se traduciría en perder y validar. El otro extremo era no participar y denunciar la imposibilidad democrática en Venezuela, pero su ausencia permitió el discurso oficialista simplón: “Somos un gobierno legitimado en las urnas”.

Las condiciones actuales de Venezuela hicieron que los votantes eligieran en condiciones de democracia famélica: al borde de la muerte alimenticia, de seguridad, de garantías de voto, y tantas y tantas más. En dicha situación, y sin que importe quién resulte ganador, es muy difícil validar los resultados.

La democracia tiene como factor de inicio un aspecto cuantitativo, sin duda. Pero hay otros factores cualitativos que, en ciertos escenarios, ponen en duda al primero. Pensemos, por ejemplo, en el caso de México en las elecciones de 1976, en donde el candidato único del partido oficial obtuvo una mayoría absoluta. Hoy, en el imaginario político José López Portillo es recordado por muchas razones, pero no por su talante democrático, aunque haya ganado en las urnas.

En ese sentido, es indispensable hacer un análisis más fino de lo que significa “democracia”, porque los populistas actuales buscan confundirnos sustituyendo “mayoriteo” con ejercicio democrático cabal.

Para que éste ocurra, es indispensable que haya “cancha pareja” en la contienda electoral, y esto no se reduce a la no intervención del presidente, sino en tratar a los ciudadanos como iguales y no como mendigos de los programas sociales, por ejemplo. Entonces, no es sólo no intervenir sino mostrar respeto por los contrincantes pero, sobre todo, por los electores.

Es difícil reconocer como democrático a un ejercicio dispar, con propaganda de discurso de odio, lleno de argumentos de paja –caricaturas de enemigos fáciles de vencer–, con investigaciones de narcotráfico, un sistema judicial debilitado o una oposición perseguida.

Así, ni Estados Unidos ni Canadá reconocen el proceso venezolano; esto, lejos de favorecer a los venezolanos, los orilla al indeseable extremo de un bloqueo económico y sanciones internacionales semejantes a las que durante años vivió el pueblo cubano. Espero equivocarme.

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