La fragmentación del mal: López Vela – Análisis

La Bomba del Zar es la ojiva nuclear más poderosa del mundo. Fue desarrollada en 1961 bajo la presidencia de Nikita Jrushchov, en los días más tensos de la Guerra Fría. Estructuralmente, tiene una potencia de 50 megatones con tres momentos de operación: fisión-fusión-fisión. Esto, en palabras sencillas, quiere decir que divide los núcleos atómicos —separación de un núcleo pesado en núcleos más pequeños—, los funde y reagrupa —combinación de núcleos ligeros para crear uno más grande y pesado— y vuelve a separarlos. Esto crea una bomba que, en tres segundos, genera el doble de la energía solar que recibe la superficie de la Tierra en un segundo.

La estrategia de ataque de Putin era similar a la tecnología que utiliza la Bomba del Zar, la bomba nuclear más poderosa del mundo: dividir a los ucranianos, fusionar a Ucrania a Rusia para, desde ahí lanzar un ataque al resto de Europa. Todo ello en una guerra relámpago, haciéndose de Kiev en tres días.

Sin embargo, al igual que la bomba, la estrategia se planteó bajo el enfoque de la Guerra Fría. Y ese mundo no existe más; así como tampoco son las mismas las coordenadas geopolíticas previas a la invasión a Ucrania.

Cuando el presidente Zelenski y sus ciudadanos decidieron resistir a la invasión rusa, sabían que iban a la guerra en contra del único país del mundo que tiene este tipo de armamento. Del mismo modo, cuando los países miembros de la OTAN decidieron imponer sanciones económicas a Rusia, sabían que las represalias podrían llegar a extremos nucleares.

A pesar de esto, todos los involucrados optaron por enfrentar al tirano: por arriesgarlo todo por la libertad. Y están ganando.

En términos estrictamente militares, la invasión a Ucrania ha sido un fracaso para Vladimir Putin: la misión no se cumplió. A pesar del poderío armamentístico o de la superioridad numérica de los efectivos, el ejército ruso no pudo hacer que Kiev, la capital, cayera en tres días

—como lo tenían indicado—.

En términos geopolíticos, Putin no contaba con la indiferencia del gobierno chino ni con la contundente unidad de los países miembros de la OTAN —incluida Hungría o Turquía—. Además, las sanciones económicas erosionaron su capital interno más rápido de lo planteado.

El elemento de la guerra psicológica tampoco funcionó; la propaganda rusa intentó crear la sensación de derrota, antes de iniciar el ataque, entre los ucranianos. El cálculo era desmoralizar a los ciudadanos pues ¿quién se atrevería a enfrentarse en condiciones tan desiguales?, ¿quién comprometería su seguridad, su vida, su capital en un conflicto en el que, inevitablemente, perderían?

Aventuro una respuesta. Quienes hemos tenido algún idilio con la libertad —de ejercerla, de gozarla, de padecerla— dentro de un Estado de derecho, estamos listos para resistir y enfrentar los embates del autoritarismo —sin que importe el ropaje político con el que se oculte—.

Hoy, sabemos que a los tiranos se les enfrenta. Pero, más importante aún, que también se les derrota.

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