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Un conveniente y sospechoso suicidio

Jeffrey Epstein se suicidó el 11 de agosto de 2019 y, aunque sus vínculos con la trata y prostitución infantil me parecen deleznables, la muerte de cualquier persona debe ser tratada con respeto. Eso no significa olvidar o dejar de investigar los delitos que, presuntamente, cometió; tampoco podemos endulzar nuestras palabras ni mostrar conmiseración por alguien que, con crueldad indescriptible, lastimó a tantas niñas.

La vida de Epstein puede narrarse desde dos ópticas; se puede contar la historia de un millonario extravagante que, a veces, tenía amoríos con menores de edad. Se puede insistir en el glamour y en los excesos; presentar su biografía como “un lujo para pocos” y convertirlo en una figura aspiracional. Creo que no es la adecuada.

De Epstein hay que recordar que era un delincuente que evadió a la justicia a billetazos, pues era un violador de menores. Además, que su encanto social consistía en organizar encuentros sexuales para hombres ricos, en los que los delitos sexuales se ofrecían con champagne y postre; la ley llama a este tipo de eventos: tráfico sexual de menores.

Me disculpo si mi reflexión suena de mal gusto pero, cada vez que alguien fallece, debemos hacer una pregunta incómoda: ¿quién se beneficia con esta muerte? Afortunadamente, la mayoría de las veces diremos algún nombre e, inmediatamente, tras analizar la situación —enfermedad, accidente— descartaremos cualquier sospecha.

Sin embargo, en los casos de homicidio y de suicidio debemos hacer la misma pregunta sabiendo que la respuesta no nos va a gustar, que se abrirán hipótesis que habremos de descartar o validar. Y en su caso, tomar acciones. Y que la faena será farragosa, por decir lo menos.

El suicidio de Epstein ocurre en circunstancias sospechosas:

Estaba bajo vigilancia especial tras el intento de suicidio del 23 de julio.

Uno de los guardias que vigilaba esa noche a Epstein, no era un oficial de planta del centro penitenciario sino un trabajador temporal.

Los registros muestran que no se realizaron las revisiones cada 30 minutos que estaban ordenadas.

Además, el hermetismo del caso —no sabemos cómo murió ni se ha aclarado si hay videos de la celda o de los pasillos— eleva las suspicacias. Por si fuera poco, la bajísima técnica trumpiana en contra de Bill Clinton —desprestigia que algo queda— me adelanta una respuesta a la pregunta incómoda.

La muerte de Epstein lo salva del juicio, la condena y el escarnio. Le evita escuchar los reclamos de sus víctimas. También, protege a otros hombres ricos a los que “convidó” a sus reuniones a costa de la dignidad de las víctimas. Para ellas, sólo queda la reparación monetaria que, nadie lo dude, nunca es suficiente.

El suicidio de Epstein no repara la vida de las víctimas: no les devuelve la dignidad robada, ni revierte las secuelas de los ataques. Por estos motivos, la Fiscalía debe continuar las investigaciones y llegar hasta donde sea necesario; y, mucho me temo, que será cerca del 725 de la 5ª Avenida de Nueva York: en la Trump Tower.

Terrorismo doméstico y antimexicanismo

El 3 de agosto se rompió la burbuja de falsa seguridad en la que nos habíamos refugiado, especialmente desde la campaña presidencial de Donald Trump. Quisimos engañarnos y pensar que “no pasaba nada”, que “Trump era un loco que habla mucho pero que la sociedad no cambia”; hasta lo fraseamos en buen español mexicano: “perro que ladra”.

Sin embargo, su campaña utilizó los discursos de odio como herramienta política para conseguir el voto de los supremacistas blancos e hizo del desprecio y la crueldad una moneda aceptable en el ecosistema social.

Este mare magnum de violencia y muertes —El Paso, Ohio, Chicago— ha introducido muchos conceptos que es necesario precisar para comprender cuáles serían las acciones a tomar y las lecciones a aprender.

Los discursos de odio parten de la discriminación, que son todas las acciones u omisiones que desencadenan distinción, exclusión o restricción de derechos por motivos étnicos o de nacionalidad, identidad de género, religión, edad, condición social o económica y condición de salud, entre otras.

Pareck refiere que los discursos de odio incluyen a cualquier tipo de lenguaje formado por afirmaciones que denigran o vilipendian a miembros de los grupos tradicionalmente menos aventajados que termina por caricaturizarlos e, incluso, demonizarlos.

Los discursos de odio son expresiones políticamente peligrosas y moralmente inaceptables. Una sociedad bien ordenada no puede permitir los discursos de odio en contra de ningún grupo social; menos aún en contra de los grupos históricamente vulnerables, tal como señaló John Rawls.

Los discursos de odio generan la falsa ilusión de que es aceptable la violencia en contra del grupo vilipendiado. Por ello, el paso hacia los crímenes de odio es sencillo. Por su parte, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha dicho que un crimen de odio es todo acto doloso, generalmente realizado con saña, que incluye, pero no se limita a: violaciones del derecho a la vida, a la integridad personal, a la libertad personal; el cual tiene la intención de causar daños graves o muerte a la víctima, basando la agresión en el rechazo, intolerancia, desprecio, odio y/o discriminación hacia un grupo en situación de vulnerabilidad.

Pero lo que vimos el fin de semana en contra de la comunidad latina y de los mexicanos no fueron actos aislados realizados por un enfermo mental —como quiere Trump—. Fueron, en vez, actos de terrorismo doméstico que se caracterizan por ser actos realizados dentro del territorio estadounidense por grupos organizados con el fin de intimidar o coaccionar a población civil; su conducta se fundamenta en el desprecio hacia algún grupo pero, el objetivo final, es influir e impactar en la política del gobierno por medio de dichos actos de intimidación.

David Luban ha especificado que los crímenes de odio son delitos en contra de un individuo por su pertenencia a cierto grupo distintos del terrorismo que es un arma política en contra de un Estado. Tradicionalmente, los ataques terroristas eran cometidos por grupos extranjeros; sin embargo, grupos radicales de la sociedad han iniciado ataques dentro del territorio, en contra de otros ciudadanos, con fines políticos. En ese sentido, y de acuerdo con el Acta Patriota, el terrorismo doméstico se convierte en un asunto de seguridad nacional y tiene el apoyo de las agencias de inteligencia y los fondos de desradicalización y prevención.

En ese sentido, hay que entender los atentados del fin de semana como una consecuencia de los discursos de odio promovidos por los grupos supremacistas, respaldados por el presidente, que ya habían cobrado varias víctimas en crímenes de odio. Y que este sábado, la violencia escaló consumando actos de terrorismo doméstico.

El antimexicanismo se ha instalado y es nuestro deber señalarlo, denunciarlo y revertirlo. Las víctimas no merecen menos.

Populismos en América: vivir con miedo

Desde hace varios meses se discute en los círculos intelectuales sobre fin del liberalismo, como modelo político-económico, y del auge global del populismo como respuesta a las demandas de ciudadanos desencantados.

Las visiones políticas entre el liberalismo y el populismo son, sin duda, incompatibles. Permítame, querido lector, hacer algunas precisiones porque las caricaturas, las simplificaciones y las frases pegajosas pavimentan el camino de los autoritarios.

Utilizando el fraseo aristotélico: el liberalismo se dice de muchas maneras. Se puede comprender desde la filosofía o desde la economía. Así, las propuestas de Amartya Sen o de Robert Nozick son liberales pero no de la misma forma; el primero tiene un fuerte compromiso con la política social mientras que, el segundo, defiende la mínima intervención del Estado.

Además, no todo liberalismo es neoliberal. Hay liberalismos que entienden a los derechos sociales como un elemento central del desarrollo social; mientras que para muchos neoliberales, inspirados en Von Misses, los derechos sociales —simplemente— no son derechos.

Y sí, el liberalismo es imperfecto. También la democracia. Sin embargo, esa fórmula logró el equilibrio maltrecho de los años de la posguerra en los que nos dimos dos lujos: vivir sin tener miedo del miedo y contar con la protección de los derechos humanos.

Judith Shklar y Hannah Arendt fueron las filósofas políticas que hicieron la justificación teórica de dichos lujos. Para la primera, el liberalismo tiene que impedir situaciones condenables, que son aquellas que nos hacen sentir miedo del propio miedo; Arendt, por su parte, argumentó que el liberalismo tiene que crear condiciones deseables en donde se respete el derecho a tener derechos.

Mucho me temo que el populismo —que también se dice de muchas maneras— amenaza los principios de Shklar y de Arendt, pues varios gobiernos populistas han hecho alianzas perversas con distintos modos de opresión ligados a regímenes totalitarios. Mediante el uso de una óptica y retórica propia de Carl Schmitt —jurista del Tercer Reich— han polarizado a las sociedades: el pueblo contra la élite; los buenos contra los perversos; la prole contra los poderosos.

Los populismos de nuestros días han abierto la puerta a los discursos homófobos, misóginos, racistas, clasistas. Han normalizado la ofensa y descalificado a la corrección política como revancha pero, sobre todo, como un modo más de dominación. Y han cometido el mismo error que los abusivos privilegiados del pasado: ordenar la esfera de acción de la ley y de los Derechos Humanos a sus intereses propios —electorales, históricos, morales—.

Y me pregunto, ¿hay alguien que hoy no sienta miedo por su orientación sexual en Brasil? ¿Las mujeres se sienten seguras bajo las políticas de Donald Trump? ¿Hay algún ciudadano que viva bajo un gobierno populista que no tema expresar libremente sus opiniones? ¿Conocen a alguien que no tiemble frente a cada desacato constitucional o cada recorte en Derechos Humanos hecho por algún gobierno populista? Me temo que no, pues la protección o la excepción se derriten como el hielo frente a los giros de la fortuna: el influyente de hoy es el perseguido de mañana. “El miedo sistemático es la condición que hace imposible la libertad y viene provocado, como por ninguna otra cosa, por la expectativa de la crueldad institucionalizada”, ha señalado Shklar.

No ofrezco una tosca apología del liberalismo. Pero tampoco creo que debamos acostumbrarnos a vivir con miedo.

¡Hasta pronto, Theresa May!

Hoy es el último día de Theresa May como primera ministra de Reunión Unido. Su gestión no fue un paseo por el parque; todo lo contrario. May tuvo una administración corta —tres años— comparada con la de Margaret Thatcher —la Dama de Hierro— quien estuvo 11 años habitando el número 10 de Downing Street.

May inició su gestión tras la renuncia de David Cameron, por los resultados frente al Brexit. Y aunque desde los primeros meses de su gobierno mostró sensatez frente a la salida de la Unión Europa —a penas pasados unos días, se reunió con Angela Merkel—, los ingleses mostraron su antipatía cuando antes de cumplir un año en el puesto, el laborista Jeremy Corbin solicitó su renuncia.

Desde entonces, May ha visto más días de tormentas que de lluvia; y poquísimos —tal vez contados— días soleados. Dirigir el destino de un imperio es, sin duda, tarea ardua. Pero hacerlo en los días de la posverdad, las noticias falsas, el oportunismo como moneda de cambio, es un duelo entre gladiadores y cíclopes: la presteza de unos es apabullada por la torpe violencia y el estruendo de los otros.

No pongo en duda la capacidad política de May; sería injusto cuestionarla cuando ha sido una presencia activa del Partido Conservador, desde 1997. Ha desempeñado cargos importantes y, como cualquiera, ha perdido batallas.

Posiblemente, sus posiciones más controvertidas son las que sostiene sobre la migración en Reino Unido. Tampoco es una gran defensora de los Derechos Humanos. No comparto su enfoque ni sus principios pero no puedo negar que es una política con la que se puede trabajar: no hay sorpresas, mentiras ni triquiñuelas. May supo templar y honrar los acuerdos; Theresa May mantuvo su estatura y su capital moral en un mundo plagado de políticos cínicos y mentirosos.

Sin embargo, ¿cómo resolver el enredo llamado Brexit? Estoy segura de que el más audaz de los políticos tendría problemas para construir una salida o repensar un acuerdo.

La sucederá en el puesto el controvertido Boris Johnson, un conservador excéntrico que ha sido llamado por Trump como el Trump inglés… ¡Imagine, querido lector! Parece que nos espera otra oleada de medias verdades, retórica oportunista y tajadas políticas. Johnson apuesta por el encanto y la seducción para sacar adelante sus proyectos; no ha tenido miedo de hacer promesas incumplibles y crear mitos económicos para respaldar el Brexit.

Lo que más extrañaré de Theresa May no son sus posiciones políticas sino la claridad y la confianza que generaba su palabra probada. Estoy convencida de que, en política, las crisis son habituales; pero sea cual sea el reto que enfrentar, si hay compromiso con la verdad, confianza y honor se puede remediar prácticamente todo.

Pero cuando en vez de políticos hay oportunistas, trepadores, payasos de la retórica y enemigos de la verdad, las consecuencias son rupturas y desasosiegos.

Así que, ¡hasta pronto, Theresa May! Estoy segura de la que la historia sabrá darte el buen trato que mereces.

Los días de lo imposible: el antimexicanismo

Últimamente, las noticias parecen sacadas del mundo de lo imposible. Cada vez que leo una nueva noticia que va en contra del ideal de democracia o de los derechos humanos, resuenan en mis oídos las voces de los bien-pensantes: “no, eso no va a pasar. No en este siglo”; “cómo crees, nadie se atrevería”; “no, para nada. Eso es ilegal.” Hasta que la injusticia pasa, frente a nuestros ojos y a través de los labios sellados de los gobernantes.

Cuando comencé a señalar el discurso de odio en contra de los mexicanos, por parte de Trump, las buenas conciencias me señalaron que: “Obama era el deportador en jefe”. Como si nombrar el pasado fuera una suerte de abracadabra preventivo del futuro. Y pues no, no lo fue.

El discurso de odio en contra de los migrantes —muchos de ellos, mexicanos— comenzó en los primeros días de su campaña presidencial. En esa ocasión, escribí en La Razón que llamar a los mexicanos “violadores” era el inicio de un discurso peligroso que, más temprano que tarde, derivaría en discursos de odio en las tres versiones que le hemos escuchado estos días al presidente: racismo, nativismo y demonización.

Por aquellos días, los candidatos a la presidencia de México hicieron caso omiso de las declaraciones, con la comprometida excepción de Margarita Zavala, quien, incluso, publicó una columna al respecto, en El Universal.

El resto de los candidatos no quiso escuchar la campana de alerta. Desde entonces, la administración Trump ha llevado al extremo el desprecio por los migrantes.

Hace cuatro años, el escenario de persecución y cacería en contra de los migrantes que hemos visto desde el pasado fin de semana, sonaba imposible; hoy, por no haber sabido poner freno al tirano, vemos familias separadas, condiciones de encarcelamiento, muertos. Como ha dicho Porfirio Muñoz Ledo: cambiar carne humana por aranceles es demasiado caro.

Llama la atención que aunque el presidente Trump sea hijo de inmigrantes y su esposa sea migrante haya lanzado la ofensiva más fuerte que en contra de nuestros paisanos que se ha visto en años. Las declaraciones de Trump son racistas, nativistas, xenófobas, clasistas.

Por inverosímil que suene, la batalla por los migrantes la están dando los legisladores demócratas —especialmente, el ala progresista—. Alexandria Ocasio-Cortez ha mostrado más valor, mayor solidaridad y mejores estrategias que los políticos de los países de origen de los migrantes. A Ocasio-Cortez le molesta que Estados Unidos cometa atrocidades en sus fronteras; a los gobernantes de los países de origen no parece importarles o molestarles el trato que reciben sus ciudadanos.

La estrategia de la Cancillería ha sido la contención; seguramente, con el ufano sueño de que esto no vaya a más. No creo equivocarme cuando escribo que esto es el principio de un abierto antimexicanismo en Estados Unidos. Las buenas conciencias me dirán, nuevamente: “no, eso no va a pasar. No en este siglo”; “cómo crees, nadie se atrevería”; “no, para nada. Eso es ilegal.” Hasta que la escalada del odio y la violencia toquen a la puerta, y volvamos a leer y a vivir los días de lo imposible.

“Trumpearon” a Reino Unido

Hace algunos meses, Mauricio Tenorio-Trillo publicó en línea un Vocabulario de Mexicanismos (www.mauriciotenorio.net), en el que refiere todas esas palabras que se han incorporado a nuestra lengua de forma subrepticia pero que serán referente conceptual. Así, Tenorio hace lo que mejor sabe hacer: ironizar con la historia y las palabras para anticipar el futuro.

Me permito recuperar la definición del verbo “trumpear” que él ofrece al Vocabulario:

El vocablo “Trump” tendrá por destino convertirse en mexicanismo; cual sustantivo, será sinónimo de payaso tenebroso: “duérmete mi niño porque viene Trump y te comerá”. El término tendrá más vuelo y más chicha como verbo, dejando atrás al personaje, Donald Trump. Le arrimo el hombro al diccionario de mexicanismos del futuro y digo que “trumpar” o “trumpear” (ya dictará el genio de la lengua) será mexicanizada con las siguientes connotaciones:

1. “Trumpar” será versión criolla de “to bully” [“use superior strength or influence to intimidate (someone), typically to force him or her to do what one wants”, OED]. De un tiempo acá, en vernácula chilanga se dice “buliar”, pero la lengua es sabia y “trumpar” será más de casa.

2. “Trumpar” también será absorbido por el temple de la mexicana palabrería como la acción propia de los “chingaqueditos” del siglo XXI —que no es lo mismo que un “chingaquedito” del siglo XIX o XX—. Y esto porque, de aquí a unas décadas, en la historia de cosas como Twitter, Trump y “trumpar” serán lo que el onanismo ha sido a la historia de la castidad; es decir, sine qua non.

3. “Trumpar”, pues, será también: “engendrar aforismo de a peso con el objeto de: i) chingar; ii) reducir cualquier tipo de complejidad a memez quinta-esencial (Josep Pla); y iii) estar en boca de todos. “Trumpando, trumpando”, se dirá, “éste o aquél logró ser líder, presidente, capo o rey”. El verbo y la acción de marras, está claro, están destinados a un largo recorrido en la política del futuro.

El desencuentro entre Donald Trump y Theresa May sólo puede ser comprendido si atendemos a las acepciones que ofrece Tenorio. La frase, “Trumparon a Reino Unido” resume los hechos con precisión de cirujano: el presidente tenebroso publicó frases baratas para sobajar a la primer ministra y sacar provecho frente a la crisis del Brexit. Todo ello, sin atender al mínimo de diplomacia. Remata el Vocabulario:“trumpear” significará reducir la complejidad del mundo a soundbites de payaso de reality show.

Lo que más preocupa es que la situación mundial no está para trumpadas: la posibilidad del Brexit y los desafíos económicos y políticos que representa no deben ser motivo de sorna; tampoco de humor de pastelazo.

¡Ojalá los payasos abandonen pronto la política y la discusión pública porque entre sus bromas y sus puntadas humorísticas se nos están yendo el futuro y la historia!

 

Huérfanos de la fortuna

Hace unas semanas, coincidí con David Rieff —el reconocidísimo periodista y analista político, experto en migración y crisis humanitarias quien, además, es hijo de Susan Sontag—, en una mesa en la que charlábamos los huérfanos de la fortuna. Todos coincidimos en que la única emoción política aceptable para nuestros días es el pesimismo, aunque no la derrota.

Hace 16 años, Rieff publicó el libro Una cama por una noche (Debate, 2003), en el que hizo duras críticas a los sistemas de ayuda humanitaria, a propósito de los conflictos en Bosnia y en Ruanda. El epígrafe que inaugura la obra es lapidario: “Cada documento sobre la civilización es también un documento sobre la barbarie”. La frase, de Walter Benjamin, retrata la posición de Rieff de entonces y de ahora.

Las imágenes de los migrantes que hemos visto los últimos días son, por decir lo menos, perturbadoras; al mismo tiempo, han mostrado el esqueleto de nuestros gobiernos y nuestras sociedades: la crueldad ha cruzado la puerta de la civilización.

La indiferencia social frente a la situación de las víctimas y la incapacidad de influir en los verdugos son síntomas inequívocos de que la barbarie se ha apoltronado en nuestras salas, mientras nos emocionamos con la serie del momento.

La imagen de la trágica muerte de Óscar y Valeria es perturbadora. El video de la madre arrodillada pidiendo ayuda al Presidente López Obrador para encontrar a su hijo desaparecido es devastadora. La negativa de entregar artículos de higiene mínima —jabón y pasta de dientes— a los niños encarcelados por cruzar la frontera es vil. La prohibición de que los niños migrantes detenidos puedan escribir es, llanamente, abominable. Y ésos son sólo cuatro de los miles de cristales del caleidoscopio del horror en el que vivimos: ése en el que hay más sombra que luz; el mismo del que parece inviable salir.

Aristóteles, el príncipe de los filósofos, escribió muy poco sobre la crueldad; sólo hizo alguna referencia en la Ética a Nicómaco. Ahí, refirió que la crueldad y la bestialidad no pueden ser consideradas como tipos de “perversidad”, pues no forman parte de la esencia de la humanidad y, por ende, no son objeto de la Ética. Sostuvo, fríamente, que la crueldad no es una conducta propia de los hombres —ni siquiera de los más ruines o viciosos— sino de los pueblos bárbaros —aquellos privados de la racionalidad—. Montaigne, un poco más pragmático, escribió en los Ensayos que: La naturaleza, me temo, ha ella misma ligado al hombre a algún instinto para la inhumanidad.

A pesar de esto, capitular es un lujo que no podemos darnos. Por ello, Rieff ha propuesto la ética de la resistencia: la ética que define una postura simbólica de moral que reclama la oposición al orden social y político establecido (…) que toma la forma de lo que solía llamarse una ética de conciencia o una ética de responsabilidad, pero en cualquier caso, la integridad espiritual depende del cultivo de resistencias caracterológicas a los inevitables compromisos y corrupciones de la sociedad y el estado existentes.

Para la clase política, la ética de la resistencia reclama volver a los principios morales a los que renunciaron. Para los ciudadanos, exige dejar atrás la falsa neutralidad. Y para todos, demanda abandonar la lógica de los intereses y romper con la ideología de la negación.

La ética de la resistencia es tan imposible como necesaria: hay que pelear por ella.

Guía práctica para crear una crisis humanitaria

La situación de los migrantes —lo mismo en Europa que en América— ha llevado al límite a los gobiernos y a los ciudadanos. Los primeros, prometen acogerlos pero carecen del plan de ejecución y de los recursos para llevarlo a cabo. Los segundos, sienten tanto miedo como compasión, por lo que las respuestas oscilan pendularmente.

Por si esto fuera poco, las expresiones xenófobas se han despertado en todos los estratos sociales y tendencias políticas.

La situación de México nunca ha sido fácil, pero hoy lo es menos. Nuestro país pasó de ser “el patio trasero” a cumplir con las labores que Turquía hace para Europa; territorio contenedor de migrantes. Atrás quedaron los años de vecindad y de sociedad; la principal función de México ahora es detener la migración y esperar una caricia económica de Donald Trump.

Este nuevo papel aunado a las difíciles condiciones de seguridad hace que se creen las condiciones perfectas para una crisis humanitaria.

Pensemos en la frontera norte. Del lado americano, no son pocas las voces que han señalado las condiciones de detención de los migrantes; por su parte, las imágenes son espeluznantes: niños en jaulas, bebés separados de sus padres, cartones por camas, convivencia insalubre. En la zona mexicana ni siquiera hay techos; tan sólo casas de campaña y condiciones de hacinamiento.

Hace apenas unos días, la senadora republicana, Alexandria Ocasio-Cortez dijo lo que muchos pensamos: tenemos a los migrantes en campos de concentración; es decir, creamos centros de detención masiva para civiles, sin que medie un juicio. Están encarcelados porque la necesidad los hizo huir de sus países de origen.

Pensemos en la frontera sur. Del lado mexicano hay un despliegue militar que busca detener el paso de los migrantes. El Presidente López Obrador ha hecho lo que muchos presidentes norteamericanos hicieron antes: incentivar la economía del sur para evitar los desplazamientos masivos de personas. Pero, mucho me temo, 30 millones de dólares no harán la diferencia que se necesita.

Los americanos han sabido bien que la seguridad de sus fronteras depende de la estabilidad económica mexicana y del resto de la región; por ello, invirtieron millones en crear condiciones de desarrollo. Ése fue, precisamente, un argumento fuerte para la firma del Tratado de Libre Comercio, en 1994. La diferencia es que Donald Trump no ha favorecido las condiciones económicas y tampoco le importan las vidas de los migrantes.

Y aunque hoy la migración mexicana sea poquísima, no podemos obviar las décadas en las que el programa paisano nos dio estabilidad con las remesas; todavía este febrero, el envío subió 6.4 por ciento. Pareciera que nos gusta vivir del dinero de los migrantes mexicanos y despreciamos, sin ninguna consideración, a cualquiera que se atreva a “mancillar” nuestras fronteras. Este doble criterio no hace un favor a nadie.

Nuestro país tiene que encontrar la forma de mantener un trato respetuoso hacia los migrantes, al tiempo que crea mejores económicas y genera un discurso de apoyo e inclusión. Sin estos elementos, estamos en la antesala de una crisis humanitaria cuyas imágenes darán la vuelta al mundo y perdurarán en la historia.

Donald Trump: quemar, quemándose

Faltan 502 días para las elecciones presidenciales del 3 de noviembre de 2020 y, para dolor de cabeza de Trump, las encuestas no lo favorecen.

A pesar de haber convertido a la Casa Blanca en algo más parecido a un reality show; a pesar de tener cobertura mundial; a pesar de ser el foco de atención nacional. A pesar de todo…

Desde el día en que se convirtió en el presidente de Estados Unidos —20 de enero de 2017— no ha desperdiciado ninguna oportunidad, tampoco un solo momento, para lanzar su campaña para la reelección. Y aunque parece una buena estrategia, hay que sopesar los aspectos positivos y los negativos.

Trump transformó su estrategia electoral en un plan de gobierno. Al hacerlo, convirtió las convicciones y los intereses de los grupos más radicales de Estados Unidos —los supremacistas, los evangélicos— en su proyecto de país. Con ello, buscó cumplir sus promesas de campaña y mantener las intenciones electorales.

Pero, por donde se mire, es un error: los objetivos de campaña y de gobierno son distintos. Pero Trump no ha podido dejar atrás al candidato y sentarse, pleno y seguro, en la Oficina Oval.

Gobernar como candidato genera división y fortalece a los contrincantes, quienes aprovecharán cada reto, cada desacierto y cada error para afianzar y para atraer, a su vez, nuevos votantes. Y esta vía funciona muy bien para la oposición demócrata, pero debilita al presidente. Al igual que el alcohol, el discurso de odio es incendiario, flamígero y aparatoso. Pero, no dura. Produce más humo que energía y no hay que olvidar que su punto de inflamación es muy cercano a su propio punto de autoinflamación; dicho en buen castellano: hay sustancias y políticos que quemando se queman. Eso es lo que le ha pasado al gobierno de Trump, lo que lo pone detrás en las encuestas.

Los sondeos muestran que Joe Biden —vicepresidente de Barack Obama— es el favorito en la intención de voto. Quedan lejos Bernie Sanders, Elizabeth Warren y Kamala Harris. Ojalá los demócratas aprendan de sus errores e incorporen todas las fuerzas de su partido. Los demócratas deben sumar, sumar y sumar… los errores de Trump, las fortalezas de los precandidatos, los reclamos sociales que han enfrentado a este gobierno. Así, terminarán por decantar la balanza electoral hacia un lado menos caprichoso y más razonable.

Posiblemente, el principal reclamo que haga la historia a Trump fue que no supo gobernar para los Estados Unidos sino para satisfacer a ciertos grupos: sus donantes y sus votantes. En términos lógicos, el error es simplísimo, el presidente confundió la parte coyuntural con el todo histórico.

Y esto no puede describirse más que como una tragedia social; la historia recordará la presidencia de Trump como una desgracia política y cultural basada en el encono, la división y el desprecio.

Los políticos memorables son los que unifican, los que logran reconciliar los principios constitucionales con los intereses de los grupos; los que se sientan a la mesa con los otros gobernantes para, juntos, crear las condiciones para la paz.

Cortesía de LA RAZÓN

Un antivacunas a Salud y Cuccinelli a Migración

Apenas ayer, Donald Trump nombró a Ken Cuccinelli, exfiscal General de Virginia, director de la Agencia de Servicios de Ciudadanía e Inmigración de Estados Unidos (USCIS), que se encarga de dar respuesta a más de 8.7 millones de solicitudes cada año, en la que trabajan 19 mil empleados. Señalo estos datos, que fueron recuperados por otros medios, solamente para insistir en la dimensión y en el impacto que tiene la agencia.

La designación de Cuccinelli es una pieza más del rompecabezas nativista de Donald Trump. No nos engañemos, la agenda la marca la Casa Blanca con un sólo objetivo en mente: la reelección del presidente en 2020. Y, para hacerlo, necesita cumplir sus promesas de campaña y asegurar los votos de los evangélicos y de los supremacistas blancos.

A los primeros, los ha convencido con la promesa de revertir Roe versus Wade, la sentencia que hizo legal el aborto en Estados Unidos en 1973. En ese sentido, los nombramientos en la Corte Suprema del juez Gorsuch y del juez Kavanaugh, aunados a los intentos de 16 estados por modificar sus leyes, crean el escenario ideal para llevar la discusión a la Corte… y garantizar esos votos.

Y para los supremacistas, Trump creó la emboscada de los aranceles de la que di cuenta ayer; además, nombró a Cuccinelli en cuya primera declaración afirmó que su llegada a la agencia era: “para garantizar que el sistema de inmigración legal funcione de manera efectiva y eficiente al tiempo que pueda disuadir el fraude y proteger a los estadounidenses”.

Cuccinelli es conocido por sus políticas y retórica antiinmigrantes. En 2005, apoyó un proyecto de ley para prohibir a los inmigrantes indocumentados inscribirse en universidades estatales. En octubre pasado, declaró a Breitbart News que los estados fronterizos tenían el derecho de usar “poderes de guerra” para detener la caravana de migrantes centroamericanos. Cuccinelli también presentó un proyecto de ley en el Senado de Virginia que permitiría despedir a cualquier empleado que no hable inglés sin beneficios por desempleo; en dicho proyecto, comparó a los inmigrantes con “plagas” y “ratas”. Finalmente, intentó modificar la 14 Enmienda de la Constitución de Estados Unidos para eliminar la ciudadanía por nacimiento.

El nombramiento no es menor y, por ello, la elección de un perfil como el de Cuccinelli debe preocuparnos a todos. Poner al frente de la Agencia de Inmigración a un xenófobo-nativista es tan descabellado como nombrar a un terraplanista como director del Instituto de Ciencias, o a un antivacunas al frente del Sistema de Salud Infantil.

A este horroroso rompecabezas hay que sumar la filtración de la fotografía del acuerdo firmado con nuestro país que, por lo poco que se sabe, deja en una situación vulnerable a los migrantes.

Nada de lo que vemos con el gobierno de Trump supera la prueba mínima de decencia; tampoco hay dejos de humanidad ni de razonabilidad. Más temprano que tarde, nos lamentaremos.

Cortesía de LA RAZÓN

La ética de la inmigración

Jospeh H. Carens, profesor en la Universidad de Toronto, comenzó a interesarse en la reflexión ética sobre la inmigración en 1980, tras ser invitado al seminario de Nan Keohane —la extraordinaria filósofa política, pionera en la teoría y la práctica de la inclusión—, en Wellesley College.

Este grupo de académicos, en reuniones internacionales, ha discutido durante años cuál es la posición moralmente aceptable frente al fenómeno migratorio. Saben que la migración ha ocurrido siempre, que no es una patología de nuestros tiempos. Más bien, se trata de una traslación que obedece a cuestiones políticas, económicas o de seguridad; en ninguno de esos escenarios, los migrantes fueron los responsables de dichas circunstancias. En todo caso, forman parte de los efectos secundarios no deseados, aunque previsibles.

Así, en 2103, Carens publicó el influyente texto The Ethics of Immigration, bajo el sello de Oxford University Press. Me gustaría recuperar algunas de las ideas de la segunda sección pues son pertinentes para la discusión sobre aranceles por migrantes.

Carens parte de la premisa kantiana que afirma que todos los seres humanos tenemos el mismo valor; eso es lo que significa dignidad y, por ende, es un atributo exclusivo de las personas. Por ello, toda justificación moral requiere tener en cuenta los intereses de todos de una manera justa; así, es posible sostener que existe un derecho humano a la libertad de migración interestatal.

Hay tres argumentos morales para justificar la migración: primero, el ejercicio de la autonomía; segundo, la igualdad de oportunidades y, tercero, la igualdad económica, social y política sustantiva.

Con esos criterios, los migrantes que llegan a Estados Unidos tienen todos los argumentos morales para pedir condiciones de asilo a su llegada. Detenerlos en campos de concentración, en jaulas, es claramente una violación de Derechos Humanos. El trato diferenciado por raza, identidad sexual, edad y la ausencia de servicios de salud es una clara muestra del rechazo por el valor incondicionado de cada uno; del desprecio por su dignidad.

La tensión creada desde la Casa Blanca no fue una negociación. Fue una amenaza en la que se intercambiaron monedas por destinos: aranceles por migrantes. Por donde se mire, el escenario era desesperado para nuestro país. El acuerdo logrado es un mal presagio y, en lugar de celebrar, tendríamos que prepararnos para el siguiente embate. La Cancillería hizo, sin duda, lo mejor que pudo en el baño de lodo al que convocó Trump. Pero no nos engañemos: fue una emboscada no una negociación.

Solamente hay algo que jamás haría: extender la mano a quien a punta de amenazas nos arrastró al fango del desprecio por los migrantes; a quien por nativista ha insultado a nuestros conciudadanos. No ofrecería mi amistad a un violador de derechos humanos.

La dignidad que había que defender era la de los migrantes… y esa fue la que se sacrificó.

Cortesía de LA RAZÓN

Canadá se disculpa por el genocidio en contra de mujeres indígenas… ¿Y México?

Desde hace varios años, el gobierno de Justin Trudeau inició un proceso de reconciliación interna que utiliza los criterios y los mecanismos de la justicia transicional, que es el modelo que ayuda a recuperar el Estado de Derecho después de periodos de conflicto o represión que incluyeron violaciones graves a Derechos Humanos.

Como es de esperarse, los grupos vulnerables suelen ser doblemente frágiles durante dichos conflictos por lo que, generalmente, las medidas de la justicia transicional se dirigen a ellos. Entre sus objetivos principales se encuentran: crear instituciones responsables y recuperar la confianza en ellas; posibilitar el acceso a la justicia de los sectores sociales más vulnerables después de las violaciones de derechos; conseguir que mujeres y grupos marginados participen verdaderamente en la búsqueda de una sociedad justa; facilitar los procesos de paz y promover resoluciones duraderas para los conflictos; sentar las bases para afrontar las causas subyacentes del conflicto y la marginación, y fomentar la reconciliación.

El gobierno de Trudeau ha buscado la reconciliación por los abusos en contra del 5 por ciento de la población: los indígenas. Ellos, como tantos otros en diferentes países, han padecido violaciones graves de Derechos Humanos.

Hace un par de días, el gobierno de Trudeau reconoció que el Estado fue cómplice de un genocidio basado en la raza, la identidad y el género durante la década de los 80. Y pidió perdón por ello.

Previamente, el presidente canadiense se había disculpado antes con el pueblo Inuit, quienes durante la epidemia de tuberculosis fueron confinados, durante los años 40 y 50 del siglo pasado. Trudeau también ha pedido disculpas públicas a los indígenas por los casos de violencia sexual. En esa ocasión, los indígenas innu no las aceptaron. Así, el presidente invitó al Papa Francisco a que se disculpara también, pues dichos abusos ocurrieron bajo la sombra de las sotanas.

Los actos simbólicos son importantes pues crean una nueva sensibilidad social, ayudan a establecer coordenadas de comportamiento y devuelven a las víctimas un poco de lo robado. Les ofrecen el reconocimiento de los errores y la posibilidad del perdón. Parece que sólo así, las sociedades son capaces de sanar las afrentas y aprender a vivir bajo la guía de las cicatrices, pero sin heridas abiertas.

Los procesos de justicia transicional obligan a revisar la historia política —las acciones y las omisiones— bajo la óptica de los derechos humanos. Así, el respeto incondicionado por la dignidad de todos los ciudadanos es el criterio de evaluación, de reparación, de disculpas.

Celebro el compromiso del presidente Trudeau; aunque no puedo dejar de preguntarme cuándo llegará el día de las disculpas para las mujeres mexicanas, para las niñas y niños víctimas de violencia sexual. Espero que pronto.

Cortesía de LA RAZÓN

Mesura y lectura frente a las dictaduras

He escrito en varias ocasiones que estos días no son, precisamente, los más afortunados para quienes creemos en la democracia y respetamos los derechos humanos.

Uno sabe que las cosas van mal en la geopolítica cuando al imaginar la mesa de una cumbre regional aparecen a la mesa personajes misóginos, homófobos, mentirosos y etiquetas como “salón de la injusticia” o “muro de la vergüenza”. En este desencanto, encontré el libro Sobre la tiranía: veinte lecciones del siglo XX escrito por el reconocido historiador de Yale, Timothy Snyder. El índice del libro nos ofrece veinte guías que pueden ser útiles a lo largo y ancho de nuestro continente, en Europa, en Asia… en el mundo, pues, para sobrevivir, resistir y revertir a un tirano. Aquí la lista:

1. No obedezca inmediatamente

2. Defienda a las instituciones

3. Tenga cuidado con los partidos únicos de Estado

4. Asuma responsabilidad por el rostro del mundo

5. Recuerde la ética profesional

6.  Sea cuidadoso con los paramilitares

7. Reflexione si debe comprar un arma

8. Destaque

9. Sea cuidadoso con el lenguaje

10. Crea en la verdad

11. Investigue

12. Mantenga el contacto visual y las pláticas casuales

13. Practique la política tangible

14. Conserve su vida privada

15. Contribuya a las buenas causas

16. Aprenda de las experiencias de los otros países

17. Escuche con atención a las palabras peligrosas

18. Cuando lo impensable ocurra, mantenga la calma

19. Sea un patriota

20. Sea tan valiente como pueda

Me gustaría detenerme en la lección nueve, sobre el lenguaje. En ella, Snyder retoma la tesis de Victor Klemperer, el gran filólogo judío que sostiene que los nazis se apoderaron primero del lenguaje del día a día para, después, dominar todo lo demás. Tanto Klemperer como Snyder aciertan pues resulta una práctica común de los dictadores inventar conceptos para, desde ellos, marcar los nuevos límites de la discusión pública. Desde el “fake news” de Trump, el “calpucu” —saqueadores— de Erdogan, la “democracia iliberal” de Viktor Orban y tantos otros que, estoy cierta, usted tiene en mente en este momento. Los dictadores suelen tener marcos de conocimiento reducidos y un gran desprecio por el conocimiento y las nuevas ideas. Esto, su filisteísmo, hace que quieran atraparnos en sus delirios de poder armados, solamente, por el absurdo y los sinsentidos. El ataque a los sistemas de educación y, en especial, a las universidades de alto nivel es necesario para lograr este objetivo. Recordemos los embates de Trump en contra de Harvard y de Yale o los encarcelamientos de Erdogan a los académicos que lo cuestionaron. Lo que nos sugiere Snyder resuena, además, a las palabras del filósofo Ludwig Wittgenstein quien sostuvo que: los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Por ello, si no queremos vernos atrapados en los laberintos conceptuales del tirano, es indispensable que no recuperemos sus nociones tramposas ni nos empantanemos en las discusiones de sus mentiras, -Lección 10, Crea en la verdad. Concretamente, Snyder nos sugiere que evitemos pronunciar las frases que todos los demás hacen. Pensar en nuestras propias palabras, aunque sóo sea para transmitir lo que piensa que todos los demás están diciendo. Hacer un esfuerzo por separarse de Internet. Y leer libros.

Cortesía de LA RAZÓN

El cinismo como criterio y método

El paso del tiempo es inevitable. Pero ni las ciudades, ni los monumentos, ni las personas ni los libros envejecen igual. Algunos muestran signos tempranos de caducidad; mientras que otros mantienen la frescura de la juventud y el asentamiento de la madurez. Vale la pena fijar la mirada sobre estos últimos —ya sea que se trate de una ciudad, de un monumento, de una persona o de un libro—.

En 1983, el filósofo Peter Sloterdijk publicó un influyente texto titulado Crítica de la Razón Cínica, en una clara alusión a las obras de Emanuelle Kant —Crítica de la Razón Pura, Crítica de la Razón Práctica—, que dieron un giro a la forma de pensar el conocimiento y el comportamiento humano.

Sloterdijk, por su parte, hizo una precisa descripción de las sociedades del siglo XX que partieron “del sueño ilustrado de condicionar la historia mediante la planificación política”; así, se pusieron en marcha los esfuerzos marxistas y los liberales cuya síntesis entre ingenuidad y avaricia dieron paso al cinismo como criterio y como método. Porque, en justicia, excesos y omisiones hubo de ambos lados. Y defensores a ultranza, merolicos del poder, apologetas de la barbarie y profesionales de la mentira, también.

En poco tiempo, la fatiga política se convirtió en el signo de nuestras sociedades; los ciudadanos nos cansamos de los exabruptos, de las ocurrencias como políticas públicas, del descaro de los actores quienes —a lo sumo— justifican con mentiras inverosímiles sus tropelías; aunque también están los que nos culpan de su ineptitud y de su mediocridad, como si fuera nuestra.

Sloterdijk define al cinismo como la “falsa conciencia ilustrada en la que sabemos que todo ha sido desenmascarado y no pasa nada, como sabemos que las cosas no son lo que parecen y sabemos también por qué, sin inmutarnos por ello”.

Y del cinismo sigue el hartazgo, el desinterés, la desesperanza y el olvido. Tal vez nos quede un poco de ironía y después, nada: la renuncia total a la actividad política, al bien común, a la convivencia entre iguales. El libro de Sloterdijk fue, en 1983, una alerta frente al inminente individualismo egoísta que avanzaba en las sociedades. No supimos detenerlo; no quisimos enfrentarlo.

Cambiamos impunidad por confort; normalizamos la corrupción. Y eso es, en mi opinión, lo que nos ha llevado al sinsentido político actual. Ése en el que el delirio manda y las medidas de austeridad matan; mientras que la cínica mentira mantiene en el poder a Donald Trump, a Jair Bolsonaro, a Viktor Orban, a Tayyip Erdogan.

Frente al cinismo no vale bajar los brazos. Tampoco podemos conformarnos con la sorna ni con la ironía. Sólo nos queda redoblar el compromiso, saber que la vida cambia en siete segundos y que la suerte puede acompañar a nuestros países. Creo que sólo así seremos personas y sociedades a las que el paso del tiempo, les sienta bien.

Cortesía de LA RAZÓN

Tres precisiones sobre el Reporte Mueller

Las opiniones se parecen al colesterol: pueden ser saludables o pueden ser nocivas. Que sean de un tipo o del otro depende, en gran medida, de la construcción interna y de la ingeniería a la que se enfrentan.

Aclaro esto pues la publicación del Reporte Mueller ha polarizado las opiniones políticas en Estados Unidos; para algunos, el reporte hace una absolución total de cualquier sombra de interferencia del gobierno ruso en las elecciones de 2016 —el no collusion, no obstruction del presidente Trump y del fiscal general, William Bar—. Para otros, muestra el inicio de un inevitable proceso de impeachment y hasta auto-impeachment, como dijo Nancy Pelosi, hace un par de días.

Para un ciudadano medio, esta contradicción de opiniones deja solamente una respuesta posible: tanto los demócratas como los republicanos hacen una lectura política de los resultados. Esto hace que la verdad histórica sea inalcanzable, pues las capas del poder y de los intereses de los partidos han oscurecido toda posibilidad de esclarecimiento de los hechos y, por tanto, de responsabilidades. Y, mucho me temo, esta ambigüedad no es sana para ninguna democracia.

Una lectura detallada del reporte deja claros los siguientes puntos: Primero, no hubo colusión de la campaña de Donald Trump con la injerencia rusa en las elecciones. Dicho en otros términos, el fiscal especial no encontró evidencia que vinculara a la campaña republicana con la intervención del gobierno y las empresas rusas en las elecciones. Pero esto no desacredita dicha injerencia, por la que ya ha habido sanciones y expulsiones diplomáticas.

Segundo, el fiscal encuentra pruebas para sostener que ciertas acciones del presidente Trump pudieron haber obstruido a la justicia pero no cuenta con elementos suficientes para acusarlo. Por ello, no se pronuncia ni por exonerarlo ni por culparlo. Es decir, la investigación del fiscal Mueller tiene indicios pero no evidencias jurídicas sobre la obstrucción de la justicia. Y no hay precedentes ni en la Suprema Corte ni en el Departamento de Justicia que ayuden a aclarar si el presidente estaba excediendo o solamente ejerciendo sus funciones al momento de despedir al director del FBI, James Comey.

Tercero, la investigación deja abiertas tres tipos más de acusaciones que pueden perseguirse: los delitos financieros; el perjurio y los falsos testimonios; finalmente, las intervenciones del gobierno y las compañías rusas en las elecciones de 2016. Es por esta vía que los demócratas han llamado nuevamente a testificar al hijo del presidente.

En breve: sí hubo interferencia rusa en las elecciones; no hubo cooperación ni colusión de la campaña de Donald Trump en dicha injerencia. No hay antecedentes jurídicos para acusar a Trump de obstrucción de la justicia; lo que no significa que no haya ocurrido. Y así, en honor a la verdad, el eslogan correcto sería: no collusion, we don’t know obstruction… yet.

Cortesía de LA RAZÓN

La Monarquía del Miedo vs Las Fronteras de la Justicia

Dar cuenta de los eventos políticos de nuestros días se ha vuelto cada vez más complejo, pues se dejaron atrás las coordenadas mínimas de convivencia que habíamos acordado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, esta vez recurro a dos títulos de la filósofa de la Universidad de Chicago, Martha Nussbaum. Pareciera que los dirigentes de varios países apostaron por instaurar La Monarquía del Miedo, en lugar de expandir y proteger Las Fronteras de la Justicia.

Martha Nussbaum es, sin duda, la filósofa política más importante de nuestros días. La calidad de su trabajo la ha hecho merecedora de los premios más altos —Premio Príncipe de Asturias— y de un reconocimiento académico a prueba de misoginias.

En La Monarquía del Miedo, un libro de 2017, Nussbaum señaló que lo político es siempre emocional. La globalización ha producido sentimientos de impotencia en millones de personas en el mundo —en Venezuela, Estados Unidos o México—. Esa sensación de impotencia se convierte en resentimiento y culpa: la culpa de los inmigrantes; la culpa de los musulmanes; la culpa de los chairos; la culpa de la derecha; la culpa de los intelectuales.

Mirar la geopolítica de los últimos años refuerza la idea de Nussbaum. Cuando notamos el crecimiento de los movimientos de ultraderecha —en España, en Austria, en Francia, en Alemania— es claro que el sentimiento del miedo se ha apoderado de la arena política.

Hasta hace cinco años, era impensable escuchar propuestas racistas, machistas o xenófobas en las campañas presidenciales. Ya no más. Y esto no es sólo una exacerbación del lenguaje sino la materialización del miedo en desprecio y en odio. No hace falta ser genio para darse cuenta que la fórmula es peligrosa para cualquier persona, en cualquier país.

Años antes, en 2007, la filósofa publicó el famosísimo libro Las Fronteras de la Justicia, en el que planteó el itinerario pendiente en la agenda de la filosofía política de las teorías de la justicia. El libro era una apuesta arriesgada que sirvió para plantear las capacidades humanas que todos los habitantes del mundo deben desarrollar para tener una vida decente. Incorporó, también, el problema de la justicia hacia las personas con discapacidades físicas y mentales, el de su extensión a todos los ciudadanos del mundo y el del trato que dispensamos a los “animales no humanos”.

El eje rector de la política habría de ser la justicia, la equidad y la igualdad.

Hay momentos en que lo correcto es dar un paso atrás y volver a los principios para ordenar las emociones; sobre todo, si responden al miedo. Los ciudadanos tenemos que aprender que los políticos lucran con nuestros temores; que no ofrecen protección sino autoritarismo y violencia.

Si queremos alcanzar el horizonte tendremos que arriesgarnos a volver a creer.

Cortesía de LA RAZÓN

Venezuela: Operación Libertad

El martes 30 de abril, los ojos del mundo miraron sorprendidos los acontecimientos en Venezuela. Seguí la transmisión que hizo la BBC para entender cómo comprenderían los hechos.

Los locutores no sabían quién era Leopoldo López ni por qué era importante su liberación. Pensaron que era un preso político más y obviaron los años que estuvo preso en la cárcel de Ramo Verde por ejercer su derecho a la protesta; no consideraron la negativa de Diosdado Cabello a darle un juicio justo —la fabricación de pruebas—. Tampoco fueron conscientes de los meses en aislamiento ni del sufrimiento de su familia por no saber nada de él.

Tampoco ningún medio recordó el bochornoso incidente de julio de 2014. En una estrategia infantil y perversa, el gobierno de Nicolás Maduro falsificó correos electrónicos en los que “la oposición orquestaba un plan para asesinarlo”; con dicha falsa evidencia, encarceló a los opositores más visibles, interrogó a otros e hizo saber que había encontrado la justificación para realizar detenciones arbitrarias. Días más tarde, Google desmintió el origen de dichos correos.

También se olvidaron de otros incidentes: el constante acoso político a la congresista María Corina Machado o los atentados en contra del gobernador de oposición, Henrique Capriles. Y los miles de casos de venezolanos que viven en la inseguridad jurídica, perseguidos y en medio de la pobreza.

Hace años que el gobierno de Maduro debió haber caído, pues su solvencia moral está en bancarrota. Los dirigentes políticos convirtieron la historia y la vida de los venezolanos en una novela barata de política latinoamericana, escrita con las ensangrentadas manos de Diosdado Cabello, la pluma sin tinta de Nicolás Maduro y el puño de Vladimir Padrino López. Que no se nos olvide que todos ellos han sido ligados a las redes del narcotráfico internacional.

Pero el martes vimos escenas inhumanas. Maduro —jefe de las fuerzas armadas— ordenó que los tanques arrollaran a los manifestantes civiles que se defendían con palos y con piedras. Las imágenes nos robaron el habla. Esto solamente lo habíamos visto antes, en 1989, durante las protestas en Tiananmen, en China. En dicho caso, la condena de la comunidad internacional fue unánime.

Sin embargo, en el caso de Venezuela, las voces están dividas. Algunos por desconocimiento, pues se conforman con la coyuntura —como la de los locutores de la BBC— ; otros porque se han aferrado a leer con ópticas obsoletas los hechos actuales.

No. No se trata de una intervención internacional —norteamericana o rusa— para desestabilizar o mantener a un gobierno, aunque mucho haya de eso. Lo que estamos viendo es la valiente resistencia de la sociedad civil para recuperar la democracia y encarcelar a un dictador.

Durante años he escrito sobre este tema, con la esperanza de que ocurra un giro que mejore el destino de los venezolanos. Todavía no ha llegado ese día pero coincido con Luis Almagro: “Si algo no debemos al régimen de Venezuela es silencio”.

Cortesía de LA RAZÓN

Elecciones en España: cinco consejos útiles

Faltan cuatro días para elecciones en España y las tendencias anticipan un gobierno de coalición. No son noticias nuevas sino confirmaciones de lo que las encuestas habían adelantado; al parecer, Sánchez se quedará al frente del gobierno tras una alianza —aún incierta— con el partido Ciudadanos.

Sería, todavía mejor, que se lograra un acuerdo con Unidas Podemos, pero esto dependerá de los votos que alcancen en la jornada del próximo domingo.

El debate de la noche del lunes pasado, nos mostró a cuatro candidatos —dos de izquierdas, uno de derechas y a un pragmático— que trataron de convencer a los votantes indecisos. Se tocaron los temas más difíciles por los que atraviesa España: impuestos, desahucios, Cataluña… De ese debate, se pueden recuperar algunos cinco consejos útiles para los representantes del pueblo.

Primero, los políticos no deben mentir. Aunque parezca innecesario decirlo —pues está escrito en las tablas de la ley de Moisés— faltar a la verdad es un error; en política, todavía más. Al finalizar cada discurso, debate o conferencia, los analistas esperamos el recuento de ambigüedades y mentiras que buscan desinformar a las audiencias. Los medios han tenido que recurrir a esta práctica pues la era Trump fue el triunfo de la posverdad y las noticias falsas.

Durante el debate, solamente un candidato no faltó a la verdad: Pablo Iglesias. Y más allá de fobias y de filias partidistas, hay que reconocer el gran capital moral que la verdad da a los actores políticos y la seguridad que otorga a los ciudadanos saber que pueden confiar en los políticos que los representan. Las certezas generan inercias que son indispensables al momento de gobernar.

Segundo, es mejor utilizar argumentos que “dibujitos”. El candidato del partido Ciudadanos, Albert Rivera, utilizó gráficas e imágenes de periódico para intimidar a Pedro Sánchez del PSOE. La estrategia fue útil hasta el año pasado; la noche del debate pareció agresiva y vieja: lo que antes fue sorpresa, el lunes fue rijoso.

Tercero, si eres el Presidente actúa como el Presidente. Pedro Sánchez, actual jefe de gobierno, mantuvo el tono presidencial durante el debate. Nada de retórica entre candidatos ni exabruptos electorales. Sánchez, quien es posible que se mantenga al frente de la Moncloa, envió señales de profesionalismo y seguridad al conducirse —en todo momento— conforme a la investidura presidencial.

Cuarto, defienda y respete la Constitución. Los votantes no queremos vérnoslas con triquiñuelas de leguleyos. No, no necesitamos más artimañas sino defensores de los textos constitucionales y garantes del respeto a lo ahí escrito. Cualquier intento de omisión o interpretación genera recelo y distancia.

Quinto, defienda los derechos de las mujeres, pues somos tan humanas, tan ciudadanas y tan votantes como cualquiera. Por eso, nuestras necesidades deben ser atendidas con la prioridad que implicar representar la mayoría del padrón electoral.

Sirvan estos consejos útiles urbi et orbi… por si ocupan.

Cortesía de LA RAZÓN

Notre Dame en llamas

Antier mirábamos incrédulos las imágenes de París durante el incendio de la Catedral de Notre Dame; un edificio simbólico por diferentes motivos. Primero, por la exquisita arquitectura gótica: por los vitrales y por las altísimas cúpulas. Segundo, porque es un símbolo de la identidad francesa. Tercero, porque sus paredes han sido testigos silenciosos de las batallas políticas y económicas de la historia occidental.

Los edificios son más que techos y ventanas, son el escenario donde se desarrollan nuestras historias. Notre Dame es un punto de referencia arquitectónico, un edificio entrañable, cuyos arcos, bóvedas y paredes han resguardado la fe de muchos, el amor de tantos, los sollozos de todos. Notre Dame fue motivo de novelas y películas, por lo que el trágico incendio causó conmoción en todo el mundo.

El presidente de Francia, Emanuelle Macron, supo responder inmediatamente a la crisis. Con el incendio en curso y sin saber cuál sería el estado final del edificio, anunció la reconstrucción y solicitó apoyo a los franceses: en menos de 24 horas, se habían reunido 600 millones de euros. Así, sin necesidad de pasarlo a un comité, ni de una ociosa rebatinga de poder, el proyecto está en marcha. ¿Por qué? Porque París —a diferencia de otras ciudades— es muy querida por sus habitantes; no existía posibilidad alguna de renunciar a la belleza ni a la majestuosidad de su catedral. Y eso, envía un mensaje de que el amor no sabe rendirse ni puede ser derrotado por el fuego.

Notre Dame volverá a ser Notre Dame gracias al dinero de empresarios franceses y ciudadanos del mundo. La catedral se construyó como edificio religioso pero se reconstruirá como símbolo de Francia y de Europa. Hasta el momento de escribir esta columna, el Vaticano no había anunciado ningún tipo de apoyo para la reconstrucción.

Mirar consumirse en llamas a la catedral de Notre Dame me obligó a repensar su significado en nuestros días pues, aunque se trata de un edificio religioso, ha dejado profundas marcas más allá de las creencias religiosas. En Francia, solamente el 52% de los ciudadanos son católicos. Es el segundo país que, de acuerdo con la geografía actual, ha dado más santos al mundo. Y sin dar la espalda a su pasado católico, Francia es uno de los países con mayor diversidad y tolerancia religiosa.

Los franceses han sabido mantener las tradiciones del pasado en un marco de legalidad laica; ese espíritu de continuidad sin fanatismos es lo que ha hecho posible el difícil tránsito a una sociedad en la que conviven musulmanes, judíos, cristianos, ateos: todos franceses que se lamentan por el incendio de un símbolo de su ciudad.

Dijo Octavio Paz que: “La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, por que no se puede hablar de un gran edificio sin reconocer en él el testigo de una época, su cultura, su sociedad, sus intenciones…”. Como en tantas otras cosas, el poeta tuvo razón. Hoy, Notre Dame es más una obra de arte, un símbolo de identidad, que una iglesia, signo de nuestros tiempos.

Cortesía de LA RAZÓN

Violencia sexual: para no denunciar, nos sobran los motivos

El 25 de diciembre de 1993, la adolescente Teena Brandon fue a la comisaría de Nebraska a denunciar que había sufrido abuso sexual por dos personas.

El interrogatorio lo realizó el sheriff Charles Laux, de Nebraska, y se recuerda, pues fue una dolorosa ráfaga de descalificaciones y humillaciones para la víctima.

La declaración de Teena fue estremecedora; relató que los agresores la golpearon en el baño, la arrastraron hacia el coche mientras ella les rogaba que no lo hiciera. Uno de los perpetradores sentenció: “esto va a ocurrir. Puede ser por las buenas o por las malas”.

Durante la narración de lo ocurrido, el sheriff le dijo a Teena —en varias ocasiones— que no le creía; que su relato de los hechos no correspondía con la conducta habitual de los hombres.

A pesar de los 26 años de distancia, las prácticas de interrogatorio no han mejorado. Hace apenas unos días, el comité de ética de la Corte de New Jersey suspendió por tres meses al juez John Russo —del condado de Ocean— por preguntar a una víctima de violación “si había cerrado las piernas”. El solo cuestionamiento fue una muestra de discriminación y de sexismo. Por si fuera poco, el juez Russo enfrenta una demanda por hostigamiento sexual. Valisha Desir, colaboradora directa del juez, lo demandó hace algunos meses por conductas inapropriadas.

Recupero estos casos pues, en los días del #MeToo, ayudan a comprender uno de las aristas de las complejidades que enfrentan las víctimas al momento de denunciar. Pero no es el único. Para enfrentar los casos de violencia sexual —ya sea acoso, hostigamiento o abuso— es necesario estar dispuesto a transitar por el terreno fangoso de la discriminación de género.

Ennumero 10 motivos por los que las víctimas de violencia sexual prefieren no denunciar:

1. Porque después de la agresión, las víctimas se debaten entre la vergüenza, el coraje y el miedo.

2. Porque el silencio disimula la brutalidad de lo vivido.

3. Porque en el momento en que ocurrió, no sabía que eso era abuso.

4. Porque, en los casos de niños y varones, pondría en duda “su hombría”.

5. Porque la mayoría de los miembros de los sistemas judiciales tienen poca o nula sensibilidad frente a estos casos.

6. Porque la impunidad del agresor será la norma, no la excepción.

7.Porque serán revictimizadas; es decir, intentarán culparlas por las decisiones y las acciones del agresor.

8. Porque tendrán que derrumbar el muro de la incredulidad y las púas de las sospechas de las autoridades. Así, serán estigmatizadas, cuestionadas, minimizadas y atacadas.

9. Porque dar a conocer la historia lastimaría a sus padres, a sus hijos, a sus hermanas.

10. Porque piensan que la denuncia traerá represalias.

Creo que los reclamos hacia el #MeToo, como medio de denuncia, están mal dirigidos, pues no son la causa sino el síntoma de la patología judicial y de la somnolencia ante la injusticia que enfrentamos.

La solución está en la prevención —sensibilización, protocolos, comités— y en la profesionalización del sistema judicial. Sólo así, sólo entonces …

Cortesía de LA RAZÓN