Política del abandono: López Vela – Análisis

Octavio Paz decía que la arquitectura es testigo insobornable de la historia: trasciende a su tiempo, se vuelve testigo de una época. Una vez más, el Nobel de Literatura mexicano tenía razón.

Los vaivenes económicos de la primera década de este milenio han dado paso a una nueva denominación para referirse a las ruinas de la contemporaneidad: se trata de las grandes construcciones a medio terminar que han sido abandonadas, generalmente, por un revés económico o por corrupción.

En China llaman a estos proyectos fallidos “lan wei lou”, que significa “el podrido final”; en España los han llamado “arquitectura interrumpida”; en Estados Unidos se conocen como “edificios del desastre”.

Con el paso de los años, algunos de esos edificios han sido poblados por personas que no tienen casas, creando una suerte de comunas sin ley; en otros casos, la naturaleza ha recuperado el espacio. En otros términos, el abandono arquitectónico ha sintetizado civilización y barbarie; otras veces, conviven los términos de la civilización con los elementos de la naturaleza.

En términos políticos, mantener dicha tendencia sería catastrófico, pues no serían árboles, ni ríos ni el viento los que moldearían las construcciones, sino que se abriría paso el estado de naturaleza hobbesiano: la violencia, la ley del más fuerte, el egoísmo cuasi narcisista y la dominación.

Y eso es, lamento, lo que estamos viviendo. El retroceso en el respeto a los derechos humanos no es otra cosa más que el abandono “a la suerte de la naturaleza” de nuestras sociedades.

Así como el mercado no se autorregula para crear mejores condiciones para los pobres, tampoco los sistemas sociales tienden naturalmente a la solidaridad ni a la igualdad. Es, en todo caso, al revés. Si no modelamos los instrumentos, las instituciones y las prácticas hacia horizontes de respeto, igualdad, diversidad o justicia le abrimos paso al imperio de la dominación y la fuerza.

Frente a las crisis actuales: el acecho a la democracia, la pérdida del horizonte de inclusión, el desprecio por la libertad de expresión, tenemos que reconocer que es difícil vivir entre ruinas —ya sean arquitectónicas o sociales—.

Esto es a lo que nos acercamos cada vez que se vulnera un derecho, que se comete un feminicidio, que se desprecia el Estado de derecho. Ésa es la labor de los populismos, han corroído a las estructuras democráticas: quieren dejar en ruinas a la civilización para que no podamos levantarnos, sino de los escombros.

Y no, no creo que el sistema anterior fuera perfecto, pero —sin duda— las reglas democráticas con un sentido que permite gestionar el conflicto y que evita la polarización creando condiciones para el diálogo dieron un rumbo menos violento que el sinsentido de la palabrarería de los populismos: lo mismo en Estados Unidos, México, Nicaragua, Venezuela o Brasil.

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