La falacia de los robots ‘destructores’ de empleo

Hace unos días el INEGI dio a conocer que en enero, el índice de personal ocupado mostró en cifras desestacionalizadas un incremento anual de 3.2%, su mayor crecimiento en año y medio. Hay cifras destacables, por ejemplo, el del personal ocupado en la fabricación de equipo de cómputo y comunicación, que aumentó 7.9 por ciento, y el de la fabricación de accesorios y aparatos eléctricos, creció 7.3 por ciento.

No obstante estas buenas noticias en el corto plazo, debemos ver más allá. En específico, nos referimos al imparable proceso de automatización acelerada que está ocurriendo en el mundo.

La consultora McKinsey Global Institute publicó en enero un análisis en el que estima que 25.5 millones de empleos en México (52 por ciento del total) podrían ser sustituidos por robots o máquinas.

Destacan sectores como las manufacturas y el de hospedaje y alimentos, donde la sustitución del trabajo humano en el país llegaría hasta el 64 por ciento. De cerca le siguen la agricultura, pesca, silvicultura y caza; y el comercio minorista con 59 y 51 por ciento, respectivamente.

Millones de plazas laborales a escala global, se perderán también. No hay duda.

A raíz de ello han aparecido (absurdas) propuestas como la de Bill Gates, que incluyen gravar la utilización de robots. Esto sería un gran error. Una máquina para empezar no paga ‘impuesto sobre la renta’ –como le incomoda a Gates- porque no trabaja para poder subsistir, sino que fue creada para trabajar. Es un activo que se irá desgastando y que más tarde terminará siendo desechado y/o sustituido.

Castigar la innovación echándole encima más impuestos, sería una medida injusta que retrasaría el progreso de la humanidad y la llegada de los beneficios que conlleva la automatización.

Y es que no es ningún problema que se pierdan empleos en uno o varios sectores mientras se estén creando en otros. Pensemos por ejemplo en los trabajos de ascensorista, operador de telégrafo, faroleros, operadores humanos para interconectar llamadas y cientos más que ya ni siquiera existen, y en los millones de trabajos que en cambio se han creado en el mundo de la información gracias a Internet.

Así que el enemigo no es la tecnología ni la innovación sino todo lo que las entorpezca.

La automatización no solo nos hacen la vida más fácil y cómoda, sino que –y esto es lo más importante- permiten aumentar la productividad, o sea, crear más productos y servicios gracias a que los robots son más eficientes, menos costosos que un empleado, no tienen que descansar y no cometen errores.

Aumentar la oferta de bienes permite que se abaraten para beneficio de la población, o dicho de otro modo, que pueda aumentar su poder adquisitivo y nivel de vida.

Los robots y máquinas entonces no son el problema, como sí lo es todo aquello que estorbe al espíritu empresarial y la inventiva –como la sobrerregulación de los gobiernos, altos impuestos, etc.-, y lo que distorsione los mercados, los adecuados niveles de inversión y las tasas de interés –como las políticas monetarias de los bancos centrales-.

Cada persona es un empresario potencial capaz de crear riqueza y empleos donde antes no existían.

Por eso, autoridades de todos los niveles en vez de poner resistencias a estos cambios inevitables, deberían concentrarse sólo en la vigencia plena de un Estado de derecho justo –donde se proteja la seguridad y propiedad privada de las personas-, en tener auténticos mercados abiertos y libres, en desregular a las empresas, reducirles impuestos y demás, para permitir así que los empleos del futuro lleguen lo más rápido posible.

Hacer lo contrario –así sea con la mejor de las intenciones-, tendría altos costos en perjuicio de todos. Un lujo que no nos podemos dar.

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