Morir en la pandemia

Los rituales funerarios han sido una constante en la historia de la humanidad; tanto para los deudos como para los moribundos, el momento de la muerte es, al tiempo, el punto final de una vida y el inicio de una nueva etapa para los sobrevivientes.

La literatura y la historia han dado cuenta de ello. Es imposible olvidar que a Antígona —el personaje de la tragedia escrita por Sófocles— le costó la vida pedir sepultura para sus hermanos, por ejemplo. Además, para los héroes se construyen grandes tumbas y mausoleos, como la tumba de Napoleón; asimismo, parte del castigo de los desterrados era no poder ser enterrados en su patria. Las madres de las personas desaparecidas solamente piden poder ver el cuerpo de sus hijos para enterrarlos y, al fin, descansar.

Hace unos días, falleció una querida persona: un adulto mayor con un estado de salud complejo y que sucumbió al embate del Covid-19. No hay un buen escenario para enfrentar la muerte; pero, sin duda, éste es uno de los más duros.

Hay dos imágenes que me removieron las entrañas. La primera, es el recuerdo de la esposa parada frente a las rejas del hospital, mirando sin parar hacia la ventana en donde suponía que estaba su marido. No había podido verlo por las restricciones de contagio y no se quejó por ello; comprendió las exigencias de las circunstancias e hizo lo que nadie pudo impedirle: mirar por horas en dirección al cuarto de hospital.

De acuerdo con los protocolos por la pandemia, los velorios están prohibidos. Por ello, la comunidad se organizó para visitar a la familia “guardando la sana distancia”: una persona por automóvil, con cubreboca y guantes, respetando el luto, pasaba por la entrada de la cripta en donde se detenía por treinta segundos para mostrar su solidaridad a los deudos. En los coches se pegó el apellido de la familia que visitaba y un breve mensaje fúnebre. No hubo flores, ni rezos ni abrazos ni condolencias.

Y ahí estaba, nuevamente, la viuda: incólume recibiendo el cariño a la distancia —que no distante— de los amigos y los familiares. Leal y fuerte sobrellevando la pérdida en medio de una pandemia: con el cabello envuelto en una mascada negra, sin aretes ni anillos, vestida de negro, protegida con una careta; a la distancia, se encontraban los hijos y el ministro religioso. Al dolor de la muerte había que sumar el miedo por el contagio y la ansiedad por lo que vendrá.

No me queda duda de que estas imágenes pervivirán como una muestra de la nueva sensibilidad que nos ha dejado la primera pandemia del siglo XX.

Mi cariño a todos los dolientes.

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