Un conveniente y sospechoso suicidio

Jeffrey Epstein se suicidó el 11 de agosto de 2019 y, aunque sus vínculos con la trata y prostitución infantil me parecen deleznables, la muerte de cualquier persona debe ser tratada con respeto. Eso no significa olvidar o dejar de investigar los delitos que, presuntamente, cometió; tampoco podemos endulzar nuestras palabras ni mostrar conmiseración por alguien que, con crueldad indescriptible, lastimó a tantas niñas.

La vida de Epstein puede narrarse desde dos ópticas; se puede contar la historia de un millonario extravagante que, a veces, tenía amoríos con menores de edad. Se puede insistir en el glamour y en los excesos; presentar su biografía como “un lujo para pocos” y convertirlo en una figura aspiracional. Creo que no es la adecuada.

De Epstein hay que recordar que era un delincuente que evadió a la justicia a billetazos, pues era un violador de menores. Además, que su encanto social consistía en organizar encuentros sexuales para hombres ricos, en los que los delitos sexuales se ofrecían con champagne y postre; la ley llama a este tipo de eventos: tráfico sexual de menores.

Me disculpo si mi reflexión suena de mal gusto pero, cada vez que alguien fallece, debemos hacer una pregunta incómoda: ¿quién se beneficia con esta muerte? Afortunadamente, la mayoría de las veces diremos algún nombre e, inmediatamente, tras analizar la situación —enfermedad, accidente— descartaremos cualquier sospecha.

Sin embargo, en los casos de homicidio y de suicidio debemos hacer la misma pregunta sabiendo que la respuesta no nos va a gustar, que se abrirán hipótesis que habremos de descartar o validar. Y en su caso, tomar acciones. Y que la faena será farragosa, por decir lo menos.

El suicidio de Epstein ocurre en circunstancias sospechosas:

Estaba bajo vigilancia especial tras el intento de suicidio del 23 de julio.

Uno de los guardias que vigilaba esa noche a Epstein, no era un oficial de planta del centro penitenciario sino un trabajador temporal.

Los registros muestran que no se realizaron las revisiones cada 30 minutos que estaban ordenadas.

Además, el hermetismo del caso —no sabemos cómo murió ni se ha aclarado si hay videos de la celda o de los pasillos— eleva las suspicacias. Por si fuera poco, la bajísima técnica trumpiana en contra de Bill Clinton —desprestigia que algo queda— me adelanta una respuesta a la pregunta incómoda.

La muerte de Epstein lo salva del juicio, la condena y el escarnio. Le evita escuchar los reclamos de sus víctimas. También, protege a otros hombres ricos a los que “convidó” a sus reuniones a costa de la dignidad de las víctimas. Para ellas, sólo queda la reparación monetaria que, nadie lo dude, nunca es suficiente.

El suicidio de Epstein no repara la vida de las víctimas: no les devuelve la dignidad robada, ni revierte las secuelas de los ataques. Por estos motivos, la Fiscalía debe continuar las investigaciones y llegar hasta donde sea necesario; y, mucho me temo, que será cerca del 725 de la 5ª Avenida de Nueva York: en la Trump Tower.

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