La terrible realidad de las mujeres

Nada más leer el periódico de las últimas semanas, nos hace ver que —como había sentenciado, el Nobel de literatura húngaro, Imre Kertész—: la terrible realidad ha confirmado a la terrible realidad. Las amenazas de sexistas, los discursos de odio, la intolerancia disfrazada de religiosidad son, como antes de la Declaración de las Naciones Unidas, una peligrosa cotidianidad.

No terminamos de sobreponernos del más reciente acto de barbarie, cuando nuestra mirada atónita se enfrenta a la siguiente desaparición, a la declaración misógina, al feminicidio que ocurre cada tres horas. No son buenos días los nuestros: los de la normalización de la violencia machista. Todavía menos, para las mujeres con menos oportunidades.

La posibilidad de ver el nacimiento de nuevos regímenes totalitarios, de mirar el encumbramiento de las intolerancias —ya religiosas, ya económicas, ya raciales— es tan amenazadora como cercana. Los problemas en Europa recogen ecos para sí en América; a menos de 2 mil kilómetros hay un personaje político malévolo que expresa su desprecio por nosotras, las mujeres; el sexismo ha llegado a nuestro continente y, lamento decirlo, tiene ganas de quedarse. Pareciera que olvidamos pronto las cicatrices del pasado.

El machismo se ha posicionado como un modo visible y altanero de discriminación. Los casos de violencia de género han aumentado considerablemente en los últimos años. Y, frente a ellos, hay partidos políticos que los minimizan y políticos que recortan los presupuestos.

Y así, frente a nuestros atónitos ojos, empieza a materializarse el fantasma de la discriminación, de la violencia, de las mentiras, del desprecio por nuestros cuerpos. Lo mismo ha pasado en cada gran conflicto mundial: gota a gota se llena el río hasta que una mañana despertamos ahogados en la sangre de la sinrazón.

Las marchas feministas de los últimos días, alrededor del mundo, dan cuenta de la insoportable violencia que padecemos —constantemente— las mujeres: la vulneración aumentada de nuestros Derechos Humanos invisibiliza los otros riesgos que, como cualquier otra persona, padecemos.

Las experiencias de discriminación sutil que vivimos, hacen que nos habituemos a un estado precario de seguridad —corporal, económica, laboral—. Además, sabemos que nuestro reconocimiento social y nuestra valía son puestas en duda la mayor parte del tiempo.

Las marchas feministas han dicho a gritos lo que merecemos, exigimos, necesitamos: respeto por nuestra dignidad, por nuestras vidas, por nuestros cuerpos. Igualdad de trato, de oportunidades y de derechos.

Frente a la sordera de los políticos, sólo queda recordarles que no estamos pidiendo un favor: estamos exigiendo el respeto a nuestros derechos. Las mujeres no tenemos que convencer; más bien, los actores del Estado tienen que cumplir.

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