La sonrisa de Hillary

La sonrisa femenina más famosa de la historia es la de la Mona Lisa; el icónico cuadro de Da Vinci nos ha maravillado durante siglos por la enigmática expresión de la modelo. Y es que la sonrisa puede decir tantas cosas sin decirlas: las hay de burla, de engreimiento, de alegría; también las hay de maldad, astucia o venganza.

Respeto a Hillary Clinton. Me gusta su estilo de liderazgo político; me agrada que se asuma como una liberal igualitaria; comparto su defensa de los derechos de las niñas y de las mujeres; pero, lo que más me gusta de ella es su sonrisa.

Me agrada que, frente a cada ataque de Trump, ha sonreído; que frente a las indiscreciones de Bill Clinton ha sabido, también, reír al último. Me gusta la forma en que sus labios cambian y se alegran cada vez que dice el nombre de su hija, Chelsea.

Hillary se enjugó las lágrimas de la derrota en las primarias frente a Obama y, siendo la gran política que es, se convirtió en su colaboradora. Hoy, tiene a la Primera Dama y al Presidente haciendo campaña para ella, zanjando los problemas con el carisma de la Casa Blanca.

Hillary supo perder sonriendo hasta que ganó por sonreír.

Pero la suya no es una sonrisa bobalicona ni complaciente; mucho menos la sonrisita cursi de coqueteo barato: qué nadie me malentienda. Cuando digo que me gusta su risa, me refiero a la astucia que se le escapa por entre los labios; a la seguridad de poder responder con guiño con la misma contundencia que con palabras; y, tengo que aceptarlo, a la maldad que —de vez en vez— se le transparenta cuando parece que se alegra.

Buena parte del éxito que logró Hillary en el segundo debate, se debió a que mostró el temple necesario para enfrentarse a un candidato de tan baja estatura intelectual y moral. Me parece mucho más peligrosa una mujer que ríe, que un hombre que descalifica.

Esta noche veremos el tercer debate presidencial en Estados Unidos. No me sorprendería ver más descalificaciones que argumentos en contra de Hillary. Pero este nivel tan bajo de discusión es excepcional; la tradición de debatir en Estados Unidos es más grande y sólida que las malas artes del candidato Trump.

Ojalá, en nuestro país, adoptáramos esta tradición como algo absolutamente propio, más participativo y menos acartonado; como una práctica que construya el futuro democrático que nos merecemos. ¡Qué tengamos noches de debate en donde se contrapongan las ideas; qué estén llenas de argumentos; que las voces resuenen en sintonía de alta definición pero, por encima de todo, que muestren un gran amor y un profundo respeto por nuestro Estado, por lo nuestro!

La sonrisa de Hillary nos deja ver a una mujer de acero que está lista para ser la primera presidenta de los Estados Unidos de América. Me gustaría, muy pronto, mirar también la sonrisa de Margarita.

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