En contra de la violencia

Entre todas las conductas humanas, individuales y colectivas, la violencia tiene una particularidad intrínseca: una vez que se pone en marcha, nadie puede predecir hasta dónde llegará.

Un acto violento puede terminar en sí mismo, pero es más probable que genere otro que puede ser de igual o mayor intensidad; y de allí a las réplicas crecientes, cada vez más complejas e incontrolables.

En la historia remota y cercana hay innumerables ejemplos. Y también los hay en el presente.

El mundo vive hoy diversas expresiones de violencia, y en México la padecemos en distintos grados, todos deplorables: la violencia del crimen organizado, la violencia contra las mujeres, la violencia hacia niños y adolescentes, la recurrente violencia en las escuelas, que incluso puede llegar a la tragedia.

Hay violencia profesional y criminal para cuyo control se requiere la fuerza del Estado, a la que no tengo intención de referirme ahora, sino a aquella que en ocasiones se infiltra en la protesta social, esto es, la violencia que hace del derecho a la libre manifestación su rehén.

Tenemos que ser muy cuidadosos en el respeto y protección que debe dársele a los derechos de reunión y de manifestación, pues son, entre otros, los pilares de la democracia.

Y tenemos que ser cuidadosos, también, para evitar que esas expresiones sean llevadas al territorio de la violencia.

Recientemente, con motivo de las manifestaciones en contra del aumento del precio de las gasolinas, hubo unos días en que parecía que la violencia se adueñaba de la protesta, pero entonces ciudadanos libres retomaron el control de los eventos, excluyeron o limitaron a los violentos, y el movimiento ratificó su legitimidad.

Este es un hecho escasamente subrayado, pero es un gran ejemplo de lo que puede hacer una sociedad inconforme para impulsar sus demandas mediante la protesta pacífica.

Apenas hace dos días, el diputado César Camacho Quiroz, coordinador parlamentario del PRI en la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, fue agredido cuando entraba al Palacio de Minería, sede de ese órgano legislativo.

Si quienes perpetraron la agresión tenían o creían tener motivos para expresarle su protesta, habrían podido hacerlo sin ataque de por medio. Incluso, de haberlo querido, hubieran podido dialogar con él.

Optaron, sin embargo, por la violencia, que nunca es aceptable y que, a pesar de presentarse en este caso como inocua, constituye una agresión colectiva, con todo lo que ello implica.

Tal vez esta conducta se deba a que, como afirma el filósofo francés Tzvetan Todorov: “Cuando uno atribuye todos los errores a otros y se cree irreprochable, está preparándose para la violencia”.

No existe justificación alguna para la violencia. En esto no cabe neutralidad ni indiferencia. Como sociedad debemos reprobarla porque de no hacerlo seremos cómplices y más temprano que tarde también víctimas de ella.

Oponerse a la violencia no tiene que ver con posiciones partidistas o de grupos específicos. Tenemos que oponernos todos para impedir que se erija en supuesta vía para dirimir diferencias. Primero, porque no lo es ni podrá serlo; segundo, porque México necesita reducir sus índices de violencia y no extenderla a los terrenos en que impera el diálogo; y tercero, porque la protesta política o la demanda social deben distinguirse con claridad de cualquier acto delictivo.

Creo que rechazar la violencia no significa solamente reprobar la violencia de otros, sino empezar por desterrar la violencia de nuestra propia conducta.

Twitter: @mfarahg

Secretario general de la Cámara de Diputados y especialista en derechos humanos.

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