Archivos de la categoría Valeria López Vela

La Monarquía del Miedo vs Las Fronteras de la Justicia

Dar cuenta de los eventos políticos de nuestros días se ha vuelto cada vez más complejo, pues se dejaron atrás las coordenadas mínimas de convivencia que habíamos acordado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, esta vez recurro a dos títulos de la filósofa de la Universidad de Chicago, Martha Nussbaum. Pareciera que los dirigentes de varios países apostaron por instaurar La Monarquía del Miedo, en lugar de expandir y proteger Las Fronteras de la Justicia.

Martha Nussbaum es, sin duda, la filósofa política más importante de nuestros días. La calidad de su trabajo la ha hecho merecedora de los premios más altos —Premio Príncipe de Asturias— y de un reconocimiento académico a prueba de misoginias.

En La Monarquía del Miedo, un libro de 2017, Nussbaum señaló que lo político es siempre emocional. La globalización ha producido sentimientos de impotencia en millones de personas en el mundo —en Venezuela, Estados Unidos o México—. Esa sensación de impotencia se convierte en resentimiento y culpa: la culpa de los inmigrantes; la culpa de los musulmanes; la culpa de los chairos; la culpa de la derecha; la culpa de los intelectuales.

Mirar la geopolítica de los últimos años refuerza la idea de Nussbaum. Cuando notamos el crecimiento de los movimientos de ultraderecha —en España, en Austria, en Francia, en Alemania— es claro que el sentimiento del miedo se ha apoderado de la arena política.

Hasta hace cinco años, era impensable escuchar propuestas racistas, machistas o xenófobas en las campañas presidenciales. Ya no más. Y esto no es sólo una exacerbación del lenguaje sino la materialización del miedo en desprecio y en odio. No hace falta ser genio para darse cuenta que la fórmula es peligrosa para cualquier persona, en cualquier país.

Años antes, en 2007, la filósofa publicó el famosísimo libro Las Fronteras de la Justicia, en el que planteó el itinerario pendiente en la agenda de la filosofía política de las teorías de la justicia. El libro era una apuesta arriesgada que sirvió para plantear las capacidades humanas que todos los habitantes del mundo deben desarrollar para tener una vida decente. Incorporó, también, el problema de la justicia hacia las personas con discapacidades físicas y mentales, el de su extensión a todos los ciudadanos del mundo y el del trato que dispensamos a los “animales no humanos”.

El eje rector de la política habría de ser la justicia, la equidad y la igualdad.

Hay momentos en que lo correcto es dar un paso atrás y volver a los principios para ordenar las emociones; sobre todo, si responden al miedo. Los ciudadanos tenemos que aprender que los políticos lucran con nuestros temores; que no ofrecen protección sino autoritarismo y violencia.

Si queremos alcanzar el horizonte tendremos que arriesgarnos a volver a creer.

Cortesía de LA RAZÓN

Venezuela: Operación Libertad

El martes 30 de abril, los ojos del mundo miraron sorprendidos los acontecimientos en Venezuela. Seguí la transmisión que hizo la BBC para entender cómo comprenderían los hechos.

Los locutores no sabían quién era Leopoldo López ni por qué era importante su liberación. Pensaron que era un preso político más y obviaron los años que estuvo preso en la cárcel de Ramo Verde por ejercer su derecho a la protesta; no consideraron la negativa de Diosdado Cabello a darle un juicio justo —la fabricación de pruebas—. Tampoco fueron conscientes de los meses en aislamiento ni del sufrimiento de su familia por no saber nada de él.

Tampoco ningún medio recordó el bochornoso incidente de julio de 2014. En una estrategia infantil y perversa, el gobierno de Nicolás Maduro falsificó correos electrónicos en los que “la oposición orquestaba un plan para asesinarlo”; con dicha falsa evidencia, encarceló a los opositores más visibles, interrogó a otros e hizo saber que había encontrado la justificación para realizar detenciones arbitrarias. Días más tarde, Google desmintió el origen de dichos correos.

También se olvidaron de otros incidentes: el constante acoso político a la congresista María Corina Machado o los atentados en contra del gobernador de oposición, Henrique Capriles. Y los miles de casos de venezolanos que viven en la inseguridad jurídica, perseguidos y en medio de la pobreza.

Hace años que el gobierno de Maduro debió haber caído, pues su solvencia moral está en bancarrota. Los dirigentes políticos convirtieron la historia y la vida de los venezolanos en una novela barata de política latinoamericana, escrita con las ensangrentadas manos de Diosdado Cabello, la pluma sin tinta de Nicolás Maduro y el puño de Vladimir Padrino López. Que no se nos olvide que todos ellos han sido ligados a las redes del narcotráfico internacional.

Pero el martes vimos escenas inhumanas. Maduro —jefe de las fuerzas armadas— ordenó que los tanques arrollaran a los manifestantes civiles que se defendían con palos y con piedras. Las imágenes nos robaron el habla. Esto solamente lo habíamos visto antes, en 1989, durante las protestas en Tiananmen, en China. En dicho caso, la condena de la comunidad internacional fue unánime.

Sin embargo, en el caso de Venezuela, las voces están dividas. Algunos por desconocimiento, pues se conforman con la coyuntura —como la de los locutores de la BBC— ; otros porque se han aferrado a leer con ópticas obsoletas los hechos actuales.

No. No se trata de una intervención internacional —norteamericana o rusa— para desestabilizar o mantener a un gobierno, aunque mucho haya de eso. Lo que estamos viendo es la valiente resistencia de la sociedad civil para recuperar la democracia y encarcelar a un dictador.

Durante años he escrito sobre este tema, con la esperanza de que ocurra un giro que mejore el destino de los venezolanos. Todavía no ha llegado ese día pero coincido con Luis Almagro: “Si algo no debemos al régimen de Venezuela es silencio”.

Cortesía de LA RAZÓN

Elecciones en España: cinco consejos útiles

Faltan cuatro días para elecciones en España y las tendencias anticipan un gobierno de coalición. No son noticias nuevas sino confirmaciones de lo que las encuestas habían adelantado; al parecer, Sánchez se quedará al frente del gobierno tras una alianza —aún incierta— con el partido Ciudadanos.

Sería, todavía mejor, que se lograra un acuerdo con Unidas Podemos, pero esto dependerá de los votos que alcancen en la jornada del próximo domingo.

El debate de la noche del lunes pasado, nos mostró a cuatro candidatos —dos de izquierdas, uno de derechas y a un pragmático— que trataron de convencer a los votantes indecisos. Se tocaron los temas más difíciles por los que atraviesa España: impuestos, desahucios, Cataluña… De ese debate, se pueden recuperar algunos cinco consejos útiles para los representantes del pueblo.

Primero, los políticos no deben mentir. Aunque parezca innecesario decirlo —pues está escrito en las tablas de la ley de Moisés— faltar a la verdad es un error; en política, todavía más. Al finalizar cada discurso, debate o conferencia, los analistas esperamos el recuento de ambigüedades y mentiras que buscan desinformar a las audiencias. Los medios han tenido que recurrir a esta práctica pues la era Trump fue el triunfo de la posverdad y las noticias falsas.

Durante el debate, solamente un candidato no faltó a la verdad: Pablo Iglesias. Y más allá de fobias y de filias partidistas, hay que reconocer el gran capital moral que la verdad da a los actores políticos y la seguridad que otorga a los ciudadanos saber que pueden confiar en los políticos que los representan. Las certezas generan inercias que son indispensables al momento de gobernar.

Segundo, es mejor utilizar argumentos que “dibujitos”. El candidato del partido Ciudadanos, Albert Rivera, utilizó gráficas e imágenes de periódico para intimidar a Pedro Sánchez del PSOE. La estrategia fue útil hasta el año pasado; la noche del debate pareció agresiva y vieja: lo que antes fue sorpresa, el lunes fue rijoso.

Tercero, si eres el Presidente actúa como el Presidente. Pedro Sánchez, actual jefe de gobierno, mantuvo el tono presidencial durante el debate. Nada de retórica entre candidatos ni exabruptos electorales. Sánchez, quien es posible que se mantenga al frente de la Moncloa, envió señales de profesionalismo y seguridad al conducirse —en todo momento— conforme a la investidura presidencial.

Cuarto, defienda y respete la Constitución. Los votantes no queremos vérnoslas con triquiñuelas de leguleyos. No, no necesitamos más artimañas sino defensores de los textos constitucionales y garantes del respeto a lo ahí escrito. Cualquier intento de omisión o interpretación genera recelo y distancia.

Quinto, defienda los derechos de las mujeres, pues somos tan humanas, tan ciudadanas y tan votantes como cualquiera. Por eso, nuestras necesidades deben ser atendidas con la prioridad que implicar representar la mayoría del padrón electoral.

Sirvan estos consejos útiles urbi et orbi… por si ocupan.

Cortesía de LA RAZÓN

Notre Dame en llamas

Antier mirábamos incrédulos las imágenes de París durante el incendio de la Catedral de Notre Dame; un edificio simbólico por diferentes motivos. Primero, por la exquisita arquitectura gótica: por los vitrales y por las altísimas cúpulas. Segundo, porque es un símbolo de la identidad francesa. Tercero, porque sus paredes han sido testigos silenciosos de las batallas políticas y económicas de la historia occidental.

Los edificios son más que techos y ventanas, son el escenario donde se desarrollan nuestras historias. Notre Dame es un punto de referencia arquitectónico, un edificio entrañable, cuyos arcos, bóvedas y paredes han resguardado la fe de muchos, el amor de tantos, los sollozos de todos. Notre Dame fue motivo de novelas y películas, por lo que el trágico incendio causó conmoción en todo el mundo.

El presidente de Francia, Emanuelle Macron, supo responder inmediatamente a la crisis. Con el incendio en curso y sin saber cuál sería el estado final del edificio, anunció la reconstrucción y solicitó apoyo a los franceses: en menos de 24 horas, se habían reunido 600 millones de euros. Así, sin necesidad de pasarlo a un comité, ni de una ociosa rebatinga de poder, el proyecto está en marcha. ¿Por qué? Porque París —a diferencia de otras ciudades— es muy querida por sus habitantes; no existía posibilidad alguna de renunciar a la belleza ni a la majestuosidad de su catedral. Y eso, envía un mensaje de que el amor no sabe rendirse ni puede ser derrotado por el fuego.

Notre Dame volverá a ser Notre Dame gracias al dinero de empresarios franceses y ciudadanos del mundo. La catedral se construyó como edificio religioso pero se reconstruirá como símbolo de Francia y de Europa. Hasta el momento de escribir esta columna, el Vaticano no había anunciado ningún tipo de apoyo para la reconstrucción.

Mirar consumirse en llamas a la catedral de Notre Dame me obligó a repensar su significado en nuestros días pues, aunque se trata de un edificio religioso, ha dejado profundas marcas más allá de las creencias religiosas. En Francia, solamente el 52% de los ciudadanos son católicos. Es el segundo país que, de acuerdo con la geografía actual, ha dado más santos al mundo. Y sin dar la espalda a su pasado católico, Francia es uno de los países con mayor diversidad y tolerancia religiosa.

Los franceses han sabido mantener las tradiciones del pasado en un marco de legalidad laica; ese espíritu de continuidad sin fanatismos es lo que ha hecho posible el difícil tránsito a una sociedad en la que conviven musulmanes, judíos, cristianos, ateos: todos franceses que se lamentan por el incendio de un símbolo de su ciudad.

Dijo Octavio Paz que: “La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, por que no se puede hablar de un gran edificio sin reconocer en él el testigo de una época, su cultura, su sociedad, sus intenciones…”. Como en tantas otras cosas, el poeta tuvo razón. Hoy, Notre Dame es más una obra de arte, un símbolo de identidad, que una iglesia, signo de nuestros tiempos.

Cortesía de LA RAZÓN

Violencia sexual: para no denunciar, nos sobran los motivos

El 25 de diciembre de 1993, la adolescente Teena Brandon fue a la comisaría de Nebraska a denunciar que había sufrido abuso sexual por dos personas.

El interrogatorio lo realizó el sheriff Charles Laux, de Nebraska, y se recuerda, pues fue una dolorosa ráfaga de descalificaciones y humillaciones para la víctima.

La declaración de Teena fue estremecedora; relató que los agresores la golpearon en el baño, la arrastraron hacia el coche mientras ella les rogaba que no lo hiciera. Uno de los perpetradores sentenció: “esto va a ocurrir. Puede ser por las buenas o por las malas”.

Durante la narración de lo ocurrido, el sheriff le dijo a Teena —en varias ocasiones— que no le creía; que su relato de los hechos no correspondía con la conducta habitual de los hombres.

A pesar de los 26 años de distancia, las prácticas de interrogatorio no han mejorado. Hace apenas unos días, el comité de ética de la Corte de New Jersey suspendió por tres meses al juez John Russo —del condado de Ocean— por preguntar a una víctima de violación “si había cerrado las piernas”. El solo cuestionamiento fue una muestra de discriminación y de sexismo. Por si fuera poco, el juez Russo enfrenta una demanda por hostigamiento sexual. Valisha Desir, colaboradora directa del juez, lo demandó hace algunos meses por conductas inapropriadas.

Recupero estos casos pues, en los días del #MeToo, ayudan a comprender uno de las aristas de las complejidades que enfrentan las víctimas al momento de denunciar. Pero no es el único. Para enfrentar los casos de violencia sexual —ya sea acoso, hostigamiento o abuso— es necesario estar dispuesto a transitar por el terreno fangoso de la discriminación de género.

Ennumero 10 motivos por los que las víctimas de violencia sexual prefieren no denunciar:

1. Porque después de la agresión, las víctimas se debaten entre la vergüenza, el coraje y el miedo.

2. Porque el silencio disimula la brutalidad de lo vivido.

3. Porque en el momento en que ocurrió, no sabía que eso era abuso.

4. Porque, en los casos de niños y varones, pondría en duda “su hombría”.

5. Porque la mayoría de los miembros de los sistemas judiciales tienen poca o nula sensibilidad frente a estos casos.

6. Porque la impunidad del agresor será la norma, no la excepción.

7.Porque serán revictimizadas; es decir, intentarán culparlas por las decisiones y las acciones del agresor.

8. Porque tendrán que derrumbar el muro de la incredulidad y las púas de las sospechas de las autoridades. Así, serán estigmatizadas, cuestionadas, minimizadas y atacadas.

9. Porque dar a conocer la historia lastimaría a sus padres, a sus hijos, a sus hermanas.

10. Porque piensan que la denuncia traerá represalias.

Creo que los reclamos hacia el #MeToo, como medio de denuncia, están mal dirigidos, pues no son la causa sino el síntoma de la patología judicial y de la somnolencia ante la injusticia que enfrentamos.

La solución está en la prevención —sensibilización, protocolos, comités— y en la profesionalización del sistema judicial. Sólo así, sólo entonces …

Cortesía de LA RAZÓN

Violencia sexual: entre el placer y la crueldad

La aparición del movimiento MeToo ha tambaleado a las sociedades de nuestros días, pues visibiliza prácticas que eran moralmente inaceptables pero socialmente permitidas. En contra de la dignidad de las mujeres, las prácticas de acoso, hostigamiento y abuso se invisibilizaron, se ocultaron y se normalizaron. Además, la indiferencia y la ineficacia de los sistemas de salud y de justicia, fueron buenos protectores de los perpetradores.

Lo que hemos visto los últimos meses, me hace estar segura de que estamos frente a un cambio de paradigma en la forma de interrelación de las personas. El MeToo ha visibilizado los miedos de quienes saben que sus conductas han sido inadecuadas; también ha mostrado la rabia y la impotencia de las víctimas. Pero, todavía más, nos ha enseñado esa fotografía violenta en la que todas y todos aparecemos: como víctimas, como perpetradores, como testigos activos, como testigos pasivos, como parte de la estructura que la sostuvo.

El caso más reciente, de alto calibre político, es el del expresidente Joe Biden, quien ha enfrentado dos incidentes desafortunados. El primero ocurrió en 1991, durante el interrogatorio de Anita Hill que acusó de acoso sexual a Clarence Thomas, quien estaba nominado para ser juez de la Corte Suprema. El interrogatorio, que hizo Biden, pasó a la historia como uno de los cuestionamientos más sexistas y revictimizantes que se hayan conocido, pues se dudó de la veracidad y de las intenciones de Anita Hill, la víctima. Sobre este episodio, Biden se ha disculpado en varias ocasiones.

Y ahora, a días de anunciar su nominación para competir en las primarias del partido demócrata, el tema del acoso sexual vuelve a poner en vilo al ex vicepresidente. La diferencia es que, 28 años después, el acusado es él.

La delgada línea azul que divide una conducta de un delito se ha vuelto el centro de la discusión; sin el consentimiento de los involucrados, acciones que buscaban generar placer se convierten en humillaciones y en crueldad. Biden enfrenta lo que muchos: la sensibilidad de las mujeres ha cambiado, por lo que tratos y usos que antes parecían inofensivos, no lo son más.

En México, los últimos días han mostrado cuán profundo y grave es el problema de la violencia sexual. Las redes sociales fueron el foro de las denuncias, tras las que aparecieron amenazas, cuestionamientos y un lamentable suicidio. La discusión en foros públicos seguirá creciendo pero, más importante aún, es necesario que analicemos el problema con un enfoque de Derechos Humanos y Perspectiva de Género.

Así, no queda más remedio que arremangarse y comenzar a reconstruir las relaciones sociales; necesitamos crear nuevas reglas, propiciar nuevos usos, tener más respeto por los espacios ajenos y mayor consideración por las necesidades de los otros. Deseo que los nuevos tiempos sean más seguros para integridad de todas y de todos.

Cortesía de LA RAZÓN

Reporte Mueller: la otra versión de “Crimen y castigo”

Los últimos días no he parado de pensar en Rodión Raskólnikov, el protagonista de la novela Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski; la historia cuenta la vida de un joven pobre cuya familia hace grandes esfuerzos para mantener sus estudios. A pesar de los grandes sacrificios, Raskólnikov atreviesa penurias y conoce el hambre.

El estudiante de derecho no se conforma con su destino y decide cometer un crimen: robará y asesinará a una vieja usurera, Aliona Ivánovna y a su hermana, Lizaveta; el botín —supone el joven— será bálsamo suficiente para aliviar tanto su economía como su alma.

El crimen, sin embargo, daña profundamente a Raskólnikov: padece fiebres, tiene delirios. La culpa hace imposible el día a día del estudiante quien, a pesar de la ausencia de pruebas, termina por entregarse a la justicia.

Si la culpabilidad dependiera exclusivamente de los indicios y de las pruebas que pueden aportar los abogados, Raskólnikov no hubiera ido a la cárcel. Para algunos, esto podría significar que es inocente, aunque de hecho haya robado y asesinado a dos mujeres. Aunque, una mirada sensata, sabría que no es así. La verdad jurídica no es la verdad histórica, aunque muchos rufianes intenten convencernos de ello.

A pesar de su pobreza, el personaje de Dostoyevski tiene un lujo que pocas personas pueden darse: conciencia moral. Sabe que, más allá de papeleos de leguleyos, es culpable y que se ha comportado de manera ruin; que sus actos merecen un castigo y que quedar impune sería peor que cumplir la condena. En efecto, Raskólnikov se equivocó: tomó decisiones equivocadas por ambición. Pero no fue cobarde ni irresponsable. Por ello, se entregó, reconoció el delito y aceptó la condena en Siberia.

¡Cuán distinta y cuán cercana es esta trama rusa de Dostoyevski a la actual trama rusa de Trump!

Hace unos días, el fiscal especial Mueller entregó los resultados de la investigación sobre la participación rusa en la campaña de Donald Trump. Las pesquisas giraban alrededor de dos preguntas: ¿la campaña de Trump está coludida con el Kremlim? ¿Trump tomó medidas posteriores, incluyendo el despido del director del FBI, para obstruir la pesquisa Desafortunadamente, el fiscal no encontró pruebas suficientes para condenar al presidente. Sin embargo, el informe tampoco lo exonera.

A diferencia de Rodión Raskólnikov, Trump se autoexculpó y señaló a los demócratas por haberlo acechado, tras la entrega del reporte. Ambas afirmaciones son falsas. El fiscal Mueller solamente dijo que “no encontró pruebas suficientes”; afirmación que no es equivalente a decir que “Trump es inocente”. Así como tampoco son frases sinónimas: “solicitar una investigación” a “acechar al Presidente”.

Pero ni la lógica, ni la moral, ni la verdad están entre las principales preocupaciones de  Donald Trump. No así para Raskólnikov, ese personaje más humano que algunos seres humanos.

Cortesía de LA RAZÓN

Elecciones en España, moneda al aire

A un mes de que el presidente de España, Pedro Sánchez, convocara a elecciones generales para el próximo 28 de abril, la moneda sigue en el aire. De acuerdo con las últimas estimaciones, el PSOE contaría con 27% de los votos; en segundo sitio, se ubicaría el PP con 20%;  Ciudadanos se quedaría con 16,3%; Podemos se conformaría con 13,8%; mientras que Vox afianzaría un 12%.

Frente a estas tendencias se anuncian un par de certezas: la primera, el siguiente será un gobierno de coalición entre partidos de izquierdas o de derechas pues —de forma individual— ninguna agrupación alcanzaría los 176 escaños en el Congreso que le permitan formar gobierno.

Segunda, ninguno de los partidos ha querido enfrentar al punto de quiebre del gobierno de Sánchez: presupuestos e impuestos. Se sabe bien que ese no es un tema electoralmente popular; sin embargo, es políticamente irresponsable dejarlo de lado. Los electores merecen saber cuánto, cuándo y en qué gastará el gobierno los impuestos y, todavía más, si habrá aumentos o no.

La cara de la derecha, el lado negro. Hay dos factores que me preocupan, especialmente, si se consolidan los votos alrededor del bloque de la derecha. Se trata de la corrupción y la impunidad, por un lado; y del autoritarismo, por el otro.

Los escándalos del caso Bárcenas y la caja b del Partido Popular no han terminado de resolverse y, no sorprendería a nadie, que en caso de ser gobierno, se empantanaran la investigación y la justicia. Me parece que la fórmula gobierno-corrupción-impunidad es tóxica para la salud democrática; en México, sabemos bien lo difícil que es recuperarse de dicha intoxicación.

Por su parte, el partido Vox es un peligro histórico que no merece espacio de gobierno. La conducta de Vox replica las prácticas más deleznables de las sectas religiosas: secrecía respecto a sus dirigentes, silenciamiento y deslinde de los escándalos sexuales, obediencia total a las normas del partido, criterios morales para los candidatos y sus familias. Por si esto fuera poco, en el documento 100 medidas para la España Viva, el partido pasa del delirio constitucional a la amenaza en contra de los grupos socialmente vulnerables. Vox romantiza sus intimidaciones bajo el halo de la recuperación de la “verdadera” España “unida”.

La cara de la izquierda, el lado oscuro. La salida de Iñigo Errejón de Podemos ha cimbrado al partido, pues, con su partida, se llevó consigo buena parte del capital intelectual de Podemos. Iñigo y Pablo miran la política en las mismas coordenadas pero no en las mismas tonalidades; de ahí vienen los desencuentros que anticipaban —años atrás— la ruptura. Pablo Iglesias e Irene Montero se enfrentan no sólo al bloque reaccionario sino, más importante aún, a la consolidación de un partido al que también lo persigue el fantasma del autoritarismo venezolano.

No son buenos días para los ciudadanos españoles pues tendrán que elegir entre lo nefasto y lo peor.

Cortesía de LA RAZÓN

Justin Trudeau o de los revuelos democráticos

Entre los vértigos democráticos en los que vivimos, resulta acertado hacerse la siguiente pregunta: si el país en el que actualmente vive tuviera un giro autoritario, ¿a qué otro Estado le gustaría emigrar? Mi respuesta, durante muchos años, ha sido la misma: Canadá.

Para una liberal igualitaria, como yo, el gobierno que encabeza Justin Trudeau resulta una bocanada de aire fresco, en medio de los Bolsonaros, los Trumps, los Erdoganes y tantos otros que nos han enseñado a sobrevivir tras varios micro infartos.

Justin Trudeau nos hizo sonreír con la primera foto de su gabinete: incluyente, plural, representativo. Los ministros fueron seleccionados con precisión inclusiva; pensamos, entonces, que estábamos frente al concierto de los derechos humanos y la perspectiva de género.

Además, Trudeau se ha declarado abiertamente feminista –es difícil no serlo si se confía en los Derechos Humanos–, ecologista, aliado de la comunidad LGBTTITQ; un auténtico liberal, pues.

Pero no hay gobierno inmaculado; desde hace años, he escuchado los reclamos hacia las mineras canadienses por las prácticas neo extractivistas con las que se aprovechan de varios países; entre ellos, el nuestro. Pensé entonces que Trudeau había heredado el problema y que su gobierno haría algo para contener y reparar la situación. “Es imposible para alguien como él permitir semejante injusticia; y, además, no hay sombras de corrupción”, me dije tranquilizando mi conciencia y convenciéndome de que Canadá podría ser mi país adoptivo, en caso de ser necesario.

Y el escándalo no vino por las mineras sino por el óxido de cualquier democracia: la corrupción. Desde la semana pasada, se hicieron públicas las presiones de Justin Trudeau a la exfiscal general Jody Wilson-Raybould para lograr un acuerdo con la compañía SNC-Lavalin acusada por fraude y corrupción en contratos con el gobierno libio de Gaddafi entre 2001 y 2011.

El nudo que ahorca a la administración Trudeau es que la constructora SNC-Lavalin es una de las principales donantes del Partido Liberal, al que pertenece el presidente.

A siete meses de las elecciones, el escándalo cimbra al hasta entonces incólume presidente Trudeau.

A pesar de mis simpatías con Trudeau, espero que la verdad se conozca con precisión. La corrupción es un ácido irreversible que corroe las estructuras de la democracia; lo hemos visto en el otros países, incluido México. Y si a ello mezclamos unas gotas de impunidad, el resultado se vuelve catastrófico.

Los canadienses se merecen respuestas claras, sin enjuagues políticos ni conflictos de interés; tampoco vale la cacería preelectoral; solo la verdad: el claro y justo retrato de los hechos. También los potenciales exiliados –amigos, dicho de otra forma– esperamos que la resolución de su sistema de justicia sea, una vez más, la bocanada de oxígeno que necesitan las democracias del mundo. Ojalá …

Cortesía de LA RAZÓN

Hablemos sobre violencia sexual: nunca es tarde para reparar

Esta semana conmemoraremos el Día internacional de la Mujer y es, sin duda, una oportunidad para hablar de los asuntos que cada día –se quiera o no- tenemos que enfrentar las mujeres.

Ya se sabe, que los diferentes tipos y modo de violencia son padecidos constantemente por las mujeres. Pero, hoy, quisiera escribir sobre la violencia sexual que es, sin duda, el tipo más lastimoso de violencia que pueden padecer las mujeres.

Cuando hablamos de violencia sexual, nos referimos al acoso, al hostigamiento y a la violación. Dichos eventos marcan de manera definitiva la vida de quien lo ha padecido; sin embargo,

varios países en el mundo han hecho grandes esfuerzos por prevenir, atender y reparar los eventos de violencia sexual en contra de las mujeres; en Canadá, por ejemplo, la jurisdicción contempla la tercera vía de denuncia –con retraso en el tiempo pero conservando la muestra en la cadena de custodia- en caso de que la víctima quiera ejercer acciones penales, aunque hayan pasado años. Esto es, la mujer que ha pasado por esa situación tiene tres opciones: denunciar inmediatamente, no denunciar, denunciar pasado el tiempo.

Por su parte, en Estados Unidos existen protocolos de actuación para los primeros respondientes de violencia sexual –en las escuela, en los servicios de salud, en las oficinas– para que las víctimas reciban el apoyo y el acompañamiento que necesitan para mirar hacia delante.

En México, mucho lamento, estamos en cero en el tema. En las instituciones, los protocolos son la excepción, no la norma. Tampoco hay sensibilización ni personal capacitado para atender estos casos.

Aunque, sin duda, lo más vergonzoso es la ausencia de un banco de datos que nos permita conocer la incidencia de los casos, reconocer los perfiles y evaluar estrategias de acción. Sin una dimensión clara y justa de este fenómeno sociocultural, difícilmente se puede esperar que los indicadores a nivel nacional se puedan modificar.

La CEDAW solicitó a nuestro país la creación de un banco de datos de víctimas de violencia sexual en 2012. Dicho banco aún no existe. Es decir, a pesar de las recomendaciones internacionales, ni el Inmujeres, ni las fiscalías, ni los servicios de salud, han querido ayudar efectivamente a las víctimas de violencia sexual.

Esto es preocupante pues, además, sabemos que el 76% de la investigación que se realiza sobre violencia sexual en México, la hacen las organizaciones de la sociedad civil. De la revisión exhaustiva de dichos esfuerzos, podemos decir que las entidades federativas que tienen mayor documentación por población estudiada son Quinta Roo, Campeche, Chiapas, Oaxaca y Puebla. Además, que las entidades que mostraron documentación de mayor calidad en la muestra fueron Ciudad de México, Morelos y Baja California.

En el Día internacional de la Mujer, valdría la pena que las autoridades miraran a los ojos a las víctimas de violencia sexual e hicieran su trabajo; pues, a pesar de todo, estoy convencida de que nunca es tarde para reparar; tampoco nunca es tarde para devolver un sueño.

Cortesía de LA RAZÓN

Alquimistas de la maldad

Hay libros que sirven como brújulas que salvaguardan el destino de nuestras investigaciones; otros, nos resultan puentes para librar lagunas del conocimiento; algunos parecen remedios que cauterizan los errores argumentativos. Y unos más, son ácidos que nos ayudan a disolver nuestras certezas.

Estos últimos suelen ser incómodos, retadores y —profundamente— útiles pues los pilares sobre los que argumentamos reclaman ser sometidos a la revisión y a la crítica. Nos guste o no, de vez en vez, hay que inspeccionar el cuarto de máquinas, engrasar las tuercas y limpiar engranes.

Esto es lo que hace Daniele Giglioli en la Crítica de la Víctima (Herder, 2017), un sugerente libro —más cercano al ensayo que a un texto académico— que pone en duda una de las coordenadas más importantes en las que se debate la política de nuestros días: la categoría de víctima y su inevitable santificación.

En los tiempos de lo profano, las víctimas han ocupado el lugar que otrora estuvo reservado para los mártires religiosos; la obra cuestiona el imaginario maniqueo y adelanta los riesgos de mantener la retórica actual.

En los últimos meses hemos visto que los supremacistas blancos se proclaman como las víctimas de los inmigrantes; los agentes del Estado señalan los abusos de la sociedad civil; los depredadores sexuales se asumen o como románticos torpes o como mártires de la seducción; los grupos racialmente dominantes ya hablan de “discriminación inversa”. Todos ejercen la pasividad de la ética victimista: ora para ejercer nuevos mecanismos de poder, ora para perpetuar atrocidades. De continuar esta tendencia, Casanova enjuiciaría a las mujeres, la SS a los judíos y los toreros al toro.

La perversidad de los verdugos los ha hecho trastocar las coordenadas morales para robar lo único que les queda a las víctimas: poder sonorizar las injusticias, exigir garantías de no repetición, no permitir la impunidad.

Todavía más, los perpetradores han confundido legalidad con justicia y remuneración económica con reparación del daño; al hacerlo, dan muestra de su impostura, de su podredumbre moral y de que —en efecto— merecen el basurero de la historia.

Cuando la maldad se presenta desnuda y de cuerpo entero, pareciera ser que no existe problema en identificar a la víctima. El reto es que la maldad no suele presentarse así y los perpetradores han sabido descalificar a las víctimas para convertir su vulnerabilidad en impunidad. Un perpetrador de este tipo es, pues, un alquimista de la maldad.

¿Qué hacer? Escuchar a las víctimas, devolverles la voz, documentar los hechos, recurrir a los expertos, sospechar de los halos de pureza institucional.

Solo así podremos enfrentar las políticas y los discursos de los Viktor Orban, de los Donald Trump o de los Jair Bolsonaro que cíclica y patológicamente infectan a nuestras sociedades.

Cortesía de LA RAZÓN

Las mentiras, los secretos y el silencio

Decir la verdad está fuera de moda. Desde que en 2016, el término “posverdad” fuera catalogado como la palabra del año, la situación sólo ha empeorado. Mucho me temo que los días de las paparruchas —fake news— llegaron para quedarse.

En estos tiempos, es más fácil creerle al horóscopo que a varios de los líderes de nuestros países.

El camino que nos trajo hasta este punto fue el de las medias verdades, los datos imprecisos, las ambigüedades. Después, llegaron los días de las verdades prefabricadas; hoy, estamos frente al atrevimiento que no teme decir a la cara: “te miento porque tengo el poder y el cinismo para hacerlo y no hay nada que puedas frente a eso”.

Aunque no es el único, el campeón de las falsedades es Donald Trump quien miente, en promedio, 15 veces al día; la mayoría de las personas decimos cuatro falsedades en 24 horas. Así que 15 es una cifra alta para cualquiera, pero lo es más para un hombre adicto a la atención y al Twitter.

Los medios norteamericanos han intentado, por todas las vías posibles, esclarecer los hechos y mostrar a sus audiencias los datos precisos, las inconsistencias y las mentiras del Presidente mediante un “chequeo de datos” y las opiniones de los expertos. A pesar de esto, la lealtad de los fieles votantes de Trump, sigue incólume.

Hace apenas unos días, un grupo de seguidores de Trump declaró –con orgullo y sin vergüenza– que “amaban las mentiras de su Presidente”. Y… ¡cataplúm! ¿Qué se puede hacer frente a semejante declaración? ¿Es la sentencia de muerte del diálogo racional en la política? ¿Descartamos por completo los hechos y los acuerdos? ¿Transitamos ya al imperio del capricho, el poder y la mentira?

Por su parte, Nicolás Maduro navega entre los secretos y las falsedades. El caso más reciente, fue la detención arbitraria que sufrió Juan Guaidó, jefe del legislativo reconocido por la OEA. Maduro dijo que la captura de Guaidó fue un show mediático; después, que los agente actuaron por cuenta propia. En ningún momento dejó entrever responsabilidad alguna de su parte. La verdad, esa que los Presidentes juran respetar y defender, no la sabremos nunca.

Las mentiras se han vuelto un activo muy importante para crear y mantener el poder. La interferencia rusa en las elecciones en Estados Unidos es, precisamente, la mejor prueba de que la desinformación crea opiniones que sesgan las intenciones de los votantes. Lo vimos también en el caso del Brexit, que todavía ayer Theresa May trató de concretar frente a un apabullante “no” informado del Parlamento.

Mentiras y secretos son la fórmula que se encuentra detrás de la traidora relación entre Trump y Rusia; entre Maduro y los agentes de inteligencia; entre los políticos y el crimen organizado.

Frente a estos delirios, lo único que no puede hacerse es guardar silencio.

Cortesía de LA RAZÓN

Trump: mucho miedo, pocos hechos

“La arquitectura es el testigo insobornable de la historia, por que no se puede hablar de un gran edificio sin reconocer en él el testigo de una época, su cultura, su sociedad, sus intenciones…”

Octavio Paz

En contra de lo que se esperaba, en la conferencia de ayer en la noche, Trump no declaró la emergencia nacional que tanto vociferó durante las horas anteriores.

En un momento de sobriedad retórica, el Presidente leyó un discurso en el que buscó justificar el cierre del gobierno y tratar de convencer a los ciudadanos indecisos cuán peligrosos somos los migrantes.

El discurso fue una semilla de miedo y de descalificaciones: de la inaceptable estigmatización; de la perversa caricatura en la que nos muestra como ladrones, asesinos o violadores; de la necesidad de defenderse de nosotros.

La construcción del muro es, ante todo, la materialización del discurso de odio que, desde la campaña, ha impulsado Donald Trump. La vieja y desgastada narrativa de los buenos –blancos, ricos o pobres- en contra de los malos –morenos, ilegales- es el argumento que mayores resultados electorales le ha dado. Trump ha estigmatizado y demonizado a la migración y, por ende, era necesario crear la imagen de “una emergencia nacional”, insistir en los riesgos del “terrorismo”, en “tráfico de drogas”, en “la seguridad de nuestras familias”.

Construir un muro es más un símbolo que una solución a la situación migratoria. 45% de los migrantes que llegan a Estados Unidos, lo hacen por barco; mientras que el mayor flujo de tráfico de drogas pasa por los puertos.

El muro es, en todo caso, un grito de hormigón, un repelente de cemento, hacia nosotros: los vecinos violadores, los latinos delincuentes, los jodidos morenos cuyos hijos se pueden morir, impunemente y sin disculpa alguna, en nuestros centros de detención.

Y hoy, cuando su partido es minoría en la Cámara, con los resultados que en marzo entregará el Fiscal Mueller y a dos años de las elecciones presidenciales, ha decidido reactivar la perorata antiinmigrantes que tantos votos le consiguieron en las elecciones pasadas.

Por su parte, Nancy Pelossi y Chuck Schumacher fueron contundentes: no hay presupuesto para construir el muro e insistieron en que indispensable reanudar las actividades del gobierno al margen de la discusión sobre migración.

El cierre del gobierno es demasiado caro para los norteamericanos; en términos políticos, representa la incapacidad política del Presidente; en términos económicos, pone en vilo a los miles de trabajadores del gobierno que viven –día a día y mes a mes– con el cheque de su empleo y que lleva tres semanas suspendido.

En medio de este torbellino de declaraciones y presiones políticas, Trump sabe bien que la posibilidad de declarar una emergencia nacional en la frontera para construir el muro es perfectamente legal y absolutamente criminal.

LA RAZÓN

2019: el año de los fascismos americanos

Nos guste o no, el fascismo está de vuelta. Los regímenes totalitarios y nacionales tuvieron auge en Europa durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Conocimos sus discursos –nacionalistas, racistas, xenófobos– y, también, sus consecuencias. El horror de aquellos años no se entiende sin este modelo político.

La novedad es el fascismo americano que, en diferentes países de la región, se ha instalado con bombo y platillo: ignorando el pasado y con la mirada retadora hacia un futuro que es fácil de anticipar.

Los regímenes liberales americanos languidecen, se extinguen. A cada respiro, obtienen menos oxígeno democrático y más veneno fascista.

Lo miramos, incrédulos, en Venezuela y Nicaragua; después, en Estados Unidos; finalmente, en Brasil.

Como la mayoría de los procesos de descomposición, ha disuelto su fétido olor con la ayuda del tiempo. Primero, una detención arbitraria silenciada; después, una reforma “constitucional”; luego, una reducción de las libertades y el ataque a la prensa; más adelante, el cuestionamiento por la validez de los Derechos Humanos de algunos.

No hace falta ser Nostradamus para anticipar que lo que viene es la instauración de la política del miedo en la que el amigo y el enemigo son los polos de enfrentamiento al ritmo del capricho del dictador.

Sirvan de ejemplo, los casos de Steve Bannon o Michale Cohen y Donald Trump, quienes durante un corto tiempo se juraron incondicionales pero, ya no más.

En estos días, no hay que olvidar que cuando se pierde la lógica del respeto, el amigo de hoy puede ser el enemigo de mañana. Al voluntarismo sigue el miedo y a éste, la violencia. Fuera del marco del lenguaje de los derechos, es difícil garantizar la seguridad de algún grupo o persona.

Dimos la bienvenida al nuevo año con la presidencia de Jair Bolsonaro: un político polémico, por decir lo menos. La campaña presidencial parecía una réplica brasileña de la de Donald Trump. Ambas polarizaron a las sociedades cambiando la lógica de las propuestas y el respeto por los discursos de odio.

Tanto Trump como Bolsonaro, transmutaron el nacionalismo en un patriotismo fascista en el que la descalificación, la violencia y el enfrentamiento son las monedas con las que se compra el crecimiento económico. La historia de siempre: monedas a cambio de la dignidad de algunos. Olvidan que el lenguaje de los Derechos Humanos está por encima de la lógica del mercado; y que proteger los primeros pasa por regular –que no suprimir– a los segundos.

El neoliberalismo sumado al nacionalismo autoritario no se ajusta a las demandas de los grupos vulnerables sino a los intereses de los poderes fácticos. La diferencia es significativa si queremos comprender las diferencias con los populismos.

Ya sea cowboy o envuelto en realismo mágico, el fascismo americano promete lo que no puede comprar: igualdad a precio de libertad; seguridad a cambio de subordinación. Por donde se mire, las cuentas no salen.

LA RAZÓN

70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

Durante las últimas semanas, hemos asistido a los festejos de los 70 años de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Y aunque –en términos generales– el balance es preocupante, no puedo dejar de notar los aspectos positivos que la Declaración nos ha dejado.

Primero, la Declaración Universal es el documento civilizatorio por antonomasia que presenta las pautas de conducta –individuales y sociales– en las que las libertades pueden florecer. Sin ella, no imagino que muchas de las demandas de los grupos en situación de vulnerabilidad hubieran sido atendid as.

Segundo, el lenguaje de los Derechos Humanos que no es más que poder hablar consistentemente y con mayor precisión de los derechos; entender los significados, los alcances, así como los compromisos jurídicos que conllevan. Esto ha significado una revolución en el mundo del derecho pues las fronteras de los derechos humanos son más amplias que el conjunto de normas nacionales y reclaman un trabajo multidisciplinario.

Tercero, las estrategias de denuncia, protección y litigio estratégico alrededor de los derechos humanos que han permitido acompañar a las violaciones graves y que, al mismo tiempo, se han vuelto el plano cartesiano de comprensión de la justicia en muchas sociedades.

Entre las más populares se encuentra el “naming and shaming” –nombrar y avergonzar– como vía para hacer cumplir las normas y leyes internacionales de derechos humanos. Si hoy podemos mirar con horror la mutilación genital, entender que violencia en contra de las mujeres es estructural o que el tipo del feminicidio es completamente distinto a un homicidio en sentido tradicional es, en buena medida, por la labor de nombrar estas situaciones por parte de activistas y académicas; pensemos, por ejemplo, en el impacto de Ayaan Hirsi Ali, Malala Yousafzai o Marcela Lagarde, en México.

La euforia de la celebración no me ensordece frente a las violaciones graves que ocurren día a día; tampoco soy ciega frente a los ataque cotidianos de los grupos antiderechos –que se han apropiado de la fuerza retórica y conceptual del movimiento de derechos humanos para simular violaciones a los privilegios que todavía ostentan. Soy consciente, también, de que estamos todavía muy lejos de los mínimos aceptables en el ejercicio de los derechos humanos. Y esto no merma mi optimismo; al contrario, todos ellos se convierten en la hoja de ruta sobre la que tendremos que trabajar los próximos 30 años.

La Declaración Universal no es el “abracadabra” que soluciona los conflictos armados; tampoco es una carta que se envía a Santa Claus para esperar sus regalos, la mañana de Navidad. No, no es eso.

En mi opinión, es más bien el faro que nos ayudará a dejar atrás las viejas y las nuevas tormentas; hoy enfrentamos a los gobiernos tiránicos con el arsenal argumentativo de los derechos humanos y esa capacidad de respuesta ha contenido los vórtices más peligrosos de la espiral hacia el autoritarismo contemporáneo.

Por todo eso, creo que tenemos mucho que celebrar y trabajar.

24 HORAS

Vox, la llegada del fascismo

Las últimas semanas he releído con atención la obra de Judith Shklar, la reconocidísima filósofa política norteamericana cuyo pensamiento —al lado del de Hannah Arendt— tuvo como motivo las condiciones de posibilidad de las sociedades después de Auschwitz.

Biográficamente, los caminos de las dos pensadoras corren paralelos: ambas tuvieron que huir de sus países de origen tras el triunfo del autoritarismo y el ascenso de los regímenes totalitarios; las dos sobrevivieron a los campos de concentración; ambas encontraron en Estados Unidos el refugio y el asilo para sus carreras académicas.

Las dos pensadoras coincidieron en que la única salida viable para el laberinto del totalitarismo y los horrores que entraña, pasa por el establecimiento de un estado liberal. Sin embargo, a pesar del pasado compartido y del horizonte intelectual común, sus planteamientos son distintos.

Para Shklar, el liberalismo tiene que impedir situaciones condenables, que son aquellas que nos hacen sentir miedo del propio miedo; mientras que para Arendt, el liberalismo tiene que crear condiciones deseables en donde se respete el derecho a tener derechos.

Apenas el domingo pasado, el partido político Vox logró un triunfo importante en las elecciones de Andalucía con un discurso antiderechos que hace que nuestros peores temores vuelvan a tomar forma. Vox logró convencer al 11% de los votantes que es deseable construir un muro para proteger a Andalucía de los migrantes; sostuvieron, también, que vetarían las leyes que protegen la igualdad y los derechos de las mujeres; además, prometieron derogar la ley de la memoria histórica.

En palabras de Shklar, Vox convenció a los ciudadanos de perder el miedo a la crueldad; de la irrelevancia de que un grupo de personas caiga en la miseria social y de que el horror a encontrarse desamparado, no es responsabilidad del estado.

Vox es un partido de ultraderecha que ha sabido lucrar con el odio de los ciudadanos; desafortunadamente, no es el único que ha hecho esto. Lo mismo en Brasil, que en Hungría o en España, cada día miramos con miedo el avance de las democracias iliberales: aquellas que han pervertido el proceso para hacerse con el poder y, tras conseguirlo, actúan en contra del espíritu de la democracia mediante la interpretación irrespetuosa de las constituciones y el desconocimiento de las libertades individuales.

Y, sí. Los liberales tenemos miedo porque no son pocos los ciudadanos que encuentran en el desprecio y el odio, la única vía para mantener sus privilegios. Y este camino, mucho me temo, ya lo hemos transitado; fue, precisamente así, que llegamos a los laberintos de los totalitarismos del siglo pasado.

No sería mala idea mirar nuevamente los textos de Judith Shklar para recordar a los votantes, de cualquier partido, que el objetivo primordial de la política es garantizar las situaciones necesarias para el ejercicio de la libertad individual y que, por ningún motivo, es válido crear condiciones para tener miedo a tener miedo ni truncar el derecho a tener derechos.

Un preso presidente: el efecto Lula

Lula sigue liderando las encuestas para las próximas elecciones presidenciales en Brasil; a pesar de la detención y de la imposibilidad de hacer campaña. Creo que, moleste a quien moleste, los electores han hablado con contundencia. Sin embargo, aún no está claro que Lula pueda presentarse como candidato. Y eso debe preocuparnos.

El posible triunfo de Bolsonaro, segundo en las encuestas, representaría la instauración del totalitarismo; su campaña tiene a la discriminación como criterio y al odio como método. Sus banderas son el clasismo, el racismo, el machismo.

Los imaginarios sociales son difíciles de cambiar; no hay nada más complicado que convertir a un villano en héroe o viceversa. Y eso es, precisamente, lo que el gobierno de Michel Temer quiere hacer con el expresidente Lula. Dada la dificultad del caso, tendría que haber trazado la estrategia de manera distinta: objetiva, precisa, aséptica: un planteamiento en donde se privilegiaran los caminos de la justicia por encima de los momentos electorales. No fue así.

El itinerario jurídico que mantuvo a Lula en prisión nos mantuvo a todos —locales y extranjeros— al pendiente minuto a minuto de las decisiones judiciales. El juez Rogerio Favreto ordenó la liberación del expresidente y, para ello, utilizó un buen argumento acorde con el derecho internacional de los derechos humanos: la situación de detención de Lula le impide ejercer sus derechos políticos; específicamente, el derecho a ser votado.

Para muchos, el gobierno de Lula fue aire fresco pues, en cierto modo, fue la materialización de las utopías de la izquierda latinoamericana. Su gestión dio brillo internacional a Brasil, con crecimiento económico y social. El liderazgo petrolero de Petrobras hizo palidecer las esperanzas de Pemex; la inversión aérea y los nuevos modelos de negocio económico en el Amazonas marcaron una ruta inexplorada en nuestra región. Y eso no debe olvidarse.

Sin embargo, este encarcelamiento responde a motivos electorales y, sólo eso, me hace verlo con recelo. Es posible que haya cuentas pendientes sobre corrupción; sin embargo, los días en los que ocurre, cuando el expresidente se preparaba para contender en las elecciones —que muy probablemente ganaría— hacen que el proceso sea desaseado, por lo menos. Encuentro motivos de venganza más que razones de justicia.

No rechazo que se haga una investigación a Lula, pues la fama o el cariño del pueblo no pueden ser motivos de impunidad: la popularidad no puede estar por encima de la ley. A pesar de esto, hay que considerar que el renombre tendrá peso en la percepción y en el desarrollo del juicio. Y que no se vale enjuiciar por motivos ajenos a la justicia.

Así, la elección se debate entre un candidato con los derechos políticos suspendidos y un fascista reaccionario. No son buenos días para la democracia brasileña.

El incierto destino de la OTAN

El encuentro entre Donald Trump y Vladimir Putin en Helsinki será un punto de referencia en los libros de historia. Mientras que la prensa rusa lo reporta como “grandioso” y espera “el inicio de una nueva era”, los medios norteamericanos y no pocos políticos lo han recibido como alta traición.

Hay dos puntos a resaltar. El primero, que ha sido ampliamente discutido por la prensa, es la falta de respeto del presidente Trump por los servicios de inteligencia de su país; Trump dijo públicamente que le creía a Vladimir Putin que no había habido injerencia rusa en las elecciones presidenciales, en contra de las diferentes agencias de inteligencia norteamericanas.

Que hubo interferencia de los espías y hackers rusos en las elecciones en Estados Unidos y en la consulta del Brexit es innegable. Sin que importe cuánto mientan Trump y Putin, los hechos hablan por sí mismos. La noche de ayer hubo una gran manifestación, afuera de la Casa Blanca, para recordarle al presidente Trump que su trabajo es defender los intereses de Estados Unidos y no los de Putin.

El segundo punto, más espinoso todavía, fue el que hizo Trump cuando dijo que entre Estados Unidos y Rusia concentraban el 90% del arsenal nuclear y el mundo quiere “que nos llevemos bien”.

Y así, en menos de siete segundos, Trump dio la espalda a los aliados; les dijo a los países miembros de la Unión Europea que el viejo pacto de la OTAN no era significativo para esta administración de la Casa Blanca. ¡Que se las vieran con los ejércitos de Putin! Dicho en buen castellano.

Trump se equivoca al equiparar el arsenal nuclear con la solvencia política y moral para usarlo. Pasa por alto las tropelías antidemocráticas rusas y sella el destino de su gestión a los caprichos de un enemigo de Europa. Hacía tiempo que no veíamos un reajuste histórico tan contundente ni tan desafortunado.

Por ello, no sorprende que el ministro de Asuntos Exteriores, Heiko Mass, declaró que por vez primera desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos no estaría en la lista de países aliados de Alemania”. No podemos confiar más de forma ilimitada en la Casa Blanca”, señaló.

Así, el gobierno de Angela Merkel ratifica lo que vimos en la primera reunion bilateral: no hay más apretones de manos ni una política de colaboración estrecha.

Por su parte, la primera ministra Theresa May compartió con la prensa que Trump le sugirió demandar a la Unión Europea por las dificultades aparejadas al Brexit. Al hacerlo, expuso las intenciones de Trump de enfriar las relaciones entre el Reino Unido y la Unión. Esto sólo fortalece los intereses expansionistas rusos.

El destino de la OTAN luce incierto y preocupante…

El cinismo como opción, la esperanza como elección

En el famoso libro de 2010, How judges think, el juez Richard Posner puso en claro que en los casos estándar, los jueces pueden restringir su argumentación a la lógica jurídica; pero que en los casos difíciles esos que terminan en las Cortes Supremas—, los jueces incluyen criterios subjetivos, opiniones emotivas y incluso hasta prejuicios.

Por ello, sólo un manipulador o un ingenuo sostendrían que el derecho carece de carga ética y política; es decir, que las decisiones judiciales se nutren de convicciones metalegales. Todos sabemos que la interpretación de las leyes pasa por el crisol de los principios filosóficos; también, que cuando eso no ocurre es porque triunfó el pragmatismo que es también una postura filosófica.

Por eso, el papel que desempeñan los jueces y en especial las Cortes Supremas de Justicia son tan importantes en la configuración política de los países. A manera de ejemplo, la Suprema Corte de Estados Unidos resuelve en promedio no más de 80 casos por año, pero su repercusión se refleja en la vida de la mayoría de los estadounidenses.

Hace unos días, el “justice” Anthony Kennedy anunció su próxima jubilación, que dejará una posición abierta a partir del 31 de julio. Kennedy estuvo 30 años en la Suprema Corte y su legado puede resumirse en la frase: “igual dignidad de todas y de todos frente a los ojos de la ley”. Con ella defendió férreamente los derechos de las minorías sexuales. En mi opinión, Kennedy no fue un juez cambiante, sino uno moderado; a veces, los casos exigían que votara con los conservadores; otras, con los liberales. La justicia debe ser así: ponderada y específica; lo otro no son más que vaciladas de leguleyos.

Trump ha entrevistado a Brett M. Kavanaugh, Amy Coney Barrett, Amul R. Thapar y Raymond Kethledge; todos ellos tienen credenciales académicas suficientes y experiencia probada. También, todos son conservadores. Por ejemplo, Brett M. Kavanaugh fue el juez que negó servicios de salud reproductiva a una inmigrante menor de edad, el otoño pasado. Por su parte, Amy Coney Barrett es la candidata ideal para intentar revertir la polémica sentencia de Joe vs Wade sobre el aborto; los republicanos piensan que nadie mejor que una mujer con fuertes convicciones religiosas para hacer ese trabajo.

La Corte actual está integrada de la siguiente manera: John Roberts, Clarence Thomas, Samuel Alito, Neil Gorsuch, conservadores; por su parte, Ruth Bader Ginsburg, Stephen G. Breyer, Sonia Sotomayor y Elena Kagan son liberales. Frente a este escenario, el voto del nuevo ministro será definitivo e repercutirá la vida de los estadounidenses.

En México, vienen dos reemplazos en la SCJN y ya son muchos los que se están apuntado. Es importante que los candidatos tengan la estatura moral, jurídica e intelectual de sus antecesores; necesitamos que los relevos no sean caprichos del poder, sino garantía de independencia, en México y en Estados Unidos.

Los fantasmas de la democracia

Hace unos meses, un profesor de cierta universidad mexicana declaró la muerte de la democracia y citó varios fracasos importantes —la desigualdad, el poco crecimiento del mercado, los costos de las campañas—. Aseguraba que la causa de ellos es la propia democracia: “ese sistema que desde Platón y Aristóteles sabemos que no es el mejor, sino el menos malo”. Finalmente, cerró su exposición y dijo: “propongo que retomemos el modelo aristocrático, en el que los mejores seamos los encargados de gobernar”.

Comprenderán, queridos lectores, que no pude sino soltar una sonora carcajada y ofrecer una explicación al patoso razonamiento de mi interlocutor; sus ideas rechinaron en mis oídos como las de quien prefiere derrumbar una casa porque se han fundido algunos focos, hay goteras y algunos vidrios rotos; o como quien propone dejar morir a un enfermo, pues la penicilina es costosa.

Los adictos al privilegio —de izquierda o de derecha— descalifican la democracia y sugieren un retorno a sistemas que no consideren pesos y contrapesos, que silencien las voces “no autorizadas” y que releguen los avances que sólo pueden ocurrir en democracia.

“Permítame explicarle con una metáfora”, le dije. “Pensemos en términos deportivos. Si los equipos de futbol de un país no logran juegos interesantes, ni se eleva el nivel, ni tenemos un mejor rendimiento, no hay que cambiar de juego: hay que cambiar de jugadores. Esto, aplicado a la democracia, significa que si nuestras sociedades no consiguen los objetivos de justicia social y bienestar, no debemos retroceder a un modelo discriminatorio, sino tener mejores políticos, obligaciones de transparencia y mecanismos de responsabilidad”.

La retórica de la actual clase política es tan cínica ,que criminaliza al policía que pide una mordida, pero disculpa a los empresarios que evaden impuestos y ganan licitaciones mediante jugosos donativos a los partidos que, a su vez, contratan a políticos-títere para que operen a su favor en los congresos.

Entonces, el problema no es la democracia, sino el uso que los diferentes actores hacen de ella; muchos han trastornado los fines del gobierno en los intereses que representan.

La política ya no es más un juego entre posiciones de derecha o de izquierdas; tampoco se trata de que se imponga un modelo económico frente a otro. El verdadero enemigo a vencer es la lógica del privilegio, que se materializa en la corrupción institucionalizada, los pactos de impunidad y los liderazgos mesiánicos. Esos son, en mi opinión, los tres fantasmas que acechan a nuestras democracias.

Por ello, la sentencia sobre los papeles Bárcenas —en España— es paradigmática, pues permite ver que, en estos días, lo que toca es combatir a la corrupción que alcanza a los políticos y a los partidos que representan. Lo mismo puede decirse para México, con nuestros problemas de corrupción e impunidad. Pero, también, con los candidatos que descalifican a las instituciones.